LA EDUCACIÓN BILINGÜE EN ESTADOS UNIDOS:
POLÍTICA VERSUS PEDAGOGÍA

James Crawford 

I Jornadas Internacionales de Educación Plurilingüe
Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz
País Vasco, España
19, 20 y 21 de noviembre de 2001

Traducción de Teresa Fernández Ulloa


1. Introducción

     Desde 1968, año en el que comenzó el apoyo federal para el programa, la confusión acerca de los objetivos a alcanzar ha sido el talón de Aquiles de la educación bilingüe en Estados Unidos. ¿Consistía el objetivo final en enseñar a los alumnos pertenecientes a minorías lingüísticas las destrezas en inglés que necesitarían para tener éxito en los centros de enseñanza norteamericanos? ¿O se trataba, por el contrario, de desarrollar competencias bilingües beneficiosas tanto a nivel personal como para toda la sociedad norteamericana? Las políticas gubernamentales en esta cuestión han sido ambiguas y contradictorias.

    No existe ninguna razón pedagógica que explique por qué ambos objetivos deberían ser incompatibles; de hecho, los trabajos de investigación han demostrado que se complementan entre sí. Sin embargo, existen razones políticas, empezando con el perpetuo conflicto entre “la americanización del inmigrante” y el hecho de tolerar las diferencias étnicas. Cuanto más se ha relacionado la educación bilingüe con este último objetivo (por ejemplo, permitiendo a los niños conservar otros idiomas que no sean el inglés) más resistencia política ha generado. A lo largo de los últimos 20 años, sus opositores han creado un movimiento para exigir restricciones del tipo “English-only” (inglés solamente) en el gobierno y la sociedad civil. Resulta irónico constatar que existen relativamente pocos programas de educación bilingüe en Estados Unidos diseñados para promover el bilingüismo. La mayoría de ellos intentan asimilar a los alumnos para así facilitar su transición e incorporación a la corriente principal del inglés. Los planteamientos de esta naturaleza, conocidos como educación bilingüe de transición, han demostrado ser más eficientes que varias formas de enseñanza totalmente en inglés (Greene, 1998; Willig 1985). Los planteamientos que intentan desarrollar destrezas académicas tanto en el idioma nativo como en inglés, y conocidos como educación bilingüe de desarrollo, han conseguido resultados todavía más prometedores (Ramírez et al., 1991). A pesar de ello, una parte importante del público americano carece de información sobre los métodos, objetivos, variedades y resultados de los programas bilingües y siente confusión sobre las políticas gubernamentales que les sirven de apoyo.

    Esta falta de claridad se está volviendo cada vez más problemática. Durante casi dos décadas, aquéllos que abogaban por el “inglés solamente” presionaron a los legisladores para que limitaran su apoyo a la educación bilingüe (basándose principalmente en argumentos simbólicos sobre el idioma y el “americanismo”), aunque no consiguieron ninguna victoria decisiva. Sin embargo, desde finales de los años 90 ha surgido una nueva y más virulenta tendencia de política antibilingüismo. Ha promovido una legislación para prohibir casi toda la enseñanza en otros idiomas que no sean el inglés a niños cuyo dominio del idioma es limitado. Tanto educadores como investigadores han mostrado de forma unánime su oposición a este tipo de propuestas. Sin embargo, una abrumadora mayoría de los habitantes de California (Propuesta 227, 1998), Arizona (Propuesta 203, 2000) y Massachusetts (Pregunta 2, 2002) ha votado a favor de eliminar la educación bilingüe. Aunque una propuesta similar fue derrotada en Colorado (Reforma 31, 2002),[1] es posible que se consideren otras similares en estados diferentes. Mientras tanto, en 2002, el Congreso rechazó la Ley de Educación Bilingüe, que había financiado el desarrollo de programas, la formación de profesores, y los servicios de apoyo durante más de 30 años. La ley que la reemplazó, Ley de Adquisición de la Lengua Inglesa, elimina todas las referencias al bilingüismo e incluye provisiones concebidas para desanimar la instrucción en la lengua nativa.

    En definitiva, los hallazgos de la investigación y el juicio profesional cada vez ejercen una menor influencia sobre la política norteamericana relacionada con la educación de las minorías lingüísticas. Sería útil hacer un pequeño repaso histórico para saber cómo se ha llegado hasta esta situación.

2. “La Casa de Huéspedes Políglota”

    Contrariamente a la imagen popular del país, Estados Unidos ha sido una sociedad multilingüe desde sus orígenes. Fue en el año 1664, cuando la colonia de New Netherland quedó bajo control británico y su nombre pasó a ser Nueva York. En la isla de Manhattan (Hansen, 1940) se hablaban dieciocho idiomas europeos. La educación vernácula – algunas veces bilingüe, otras veces no – era habitual en muchas comunidades de inmigrantes desde el período Colonial hasta la época de la Primera Guerra Mundial. A nivel escolar, los idiomas que más se hablaban eran el alemán, especialmente en los valles de Ohio y el río Mississippi; el francés, en Louisiana y el norte de Nueva Inglaterra; y el español, en Nuevo México y California. Otros idiomas utilizados para fines educativos eran el noruego, danés, polaco, italiano, checo y cherokee (Kloss, 1998).

    La política lingüística variaba entre estados y localidades debido a la administración descentralizada de las escuelas del siglo XIX; también sucedía lo mismo con el diseño de los programas bilingües. En 1839, Ohio aprobó la primera ley que autorizaba la educación bilingüe siempre y cuando fuese solicitada por un número suficiente de padres; Louisiana adoptó una medida muy parecida en 1847. Aparecieron leyes similares en otros diez estados y territorios. En otros lugares, la escuelas bilingües funcionaban con frecuencia sin siquiera contar con el visto bueno del estado. En las Sprachinseln – las “islas” del idioma alemán – resultaba totalmente natural enseñar a los niños en la lengua vernácula de la comunidad (Hawgood, 1940). En las primeras escuelas financiadas por los contribuyentes en el estado de Texas y creadas en 1855 en la población de New Braunfels, la enseñanza se impartía únicamente en alemán. En 1888, el supervisor de los centros de enseñanza de Missouri se quejaba de que en muchas zonas rurales del estado no había suficientes profesores de habla inglesa (Kloss, 1998). En Illinois, se hizo obligatorio impartir enseñanza únicamente en inglés en el año 1845, seguido por California en 1855. En la práctica, sin embargo, a menudo se ignoraban estas prohibiciones de enseñanza en otros idiomas (Baron, 1990; Pitt, 1966). Las autoridades educativas de ciudades tales como Indianapolis, St. Louis y Cincinnati no veían ninguna contradicción entre los objetivos de asimilación y bilingüismo, e implantaron la educación bilingüe para así adaptarse a los deseos de los inmigrantes alemanes que querían conservar su legado cultural en América. Si se les negaba esta posibilidad en los centros públicos, los padres podían optar por matricular a sus hijos en centros luteranos o católicos donde la enseñanza se impartía por completo en alemán. Así pues, el objetivo perseguido por la enseñanza en inglés y alemán, en el caso de muchos consejos escolares públicos, consistía en acercar a los alumnos inmigrantes al idioma y cultura mayoritarios (Schlossman, 1983).

    Mientras tanto, los intentos encaminados a asimilar a los niños americanos nativos adoptaron un planteamiento mucho más brutal: el genocidio cultural se convirtió en una característica explícita de la estrategia militar. En el informe de la Indian Peace Commission de 1868, donde se planteaban sus recomendaciones respecto a cómo pacificar a los Sioux y a las tribus de otras mesetas, las conclusiones apuntaban hacia lo siguiente: “Dos terceras partes de los problemas que padecemos hoy en día tienen que ver con las diferencias de idioma. … Deberían abrirse escuelas y obligar a los niños a acudir a las mismas; de esta manera, sería posible erradicar sus bárbaros dialectos y sustituirlos por el inglés” (Atkins, 1887). Guiado por esta filosofía, el gobierno federal estableció un sistema de internados en 1879. Aquellos alumnos que eran sorprendidos hablando sus propias lenguas tribales y que incumplían, por tanto, las normas de “solamente hablar en inglés” eran castigados severamente. Posteriormente se adoptaron políticas similares para niños mejicanos en el sudoeste (Comité Norteamericano sobre Derechos Civiles, 1972). En 1898, y tras hacerse con el control de la colonia de Puerto Rico, Estados Unidos inició un esfuerzo que duraría 50 años – y que al final resultó inútil – para imponer el inglés como idioma principal de enseñanza en contra de la voluntad cuasi-unánime de los habitantes de la isla (Osuna, 1949). Estos ejemplos reflejan un planteamiento muy habitual en la política lingüística de Estados Unidos: las medidas coercitivas se han aplicado más rápidamente contra pueblos conquistados y colonizados que contra los europeos inmigrantes de raza blanca. Pero los inmigrantes también iban a padecer el mismo azote.

    Aunque la educación bilingüe inició su declive hacia 1890, especialmente en las zonas urbanas, las encuestas llevadas a cabo en 1900 señalaban que 600.000 niños en la fase de educación elemental – aproximadamente un 4% del total de matriculados a nivel nacional – seguían recibiendo todo o parte de su enseñanza en alemán (Kloss, 1998).[2]  En 1915, casi uno de cada cuatro alumnos norteamericanos de secundaria estudiaban el alemán como idioma extranjero (Zeydel, 1961).

    La política cambió radicalmente cuando Estados Unidos entró en guerra con Alemania. Las diferencias lingüísticas, totalmente asumidas en una nación de inmigrantes, se politizaron. Se trataba, en parte, de una forma de responder a las preocupaciones relacionadas con la seguridad interna: en varios estados se aprobaron decretos que prohibían utilizar el idioma del enemigo en asambleas públicas, servicios religiosos, acontecimientos culturales e incluso en conversaciones telefónicas (Wittke, 1936; Higham, 1988). La mayoría de las escuelas eliminaron todos sus procedimientos de enseñanza en alemán. A menudo, estas prohibiciones también se aplicaron a centros religiosos – aunque estas leyes fueron declaradas anticonstitucionales por el Tribunal Supremo de Estados Unidos (Meyer v. Nebraska, 1923). Fue durante este período cuando se introdujo la enseñanza del español a gran escala en Estados Unidos, aunque se produjo un declive general en el estudio de idiomas modernos. Llegado el año 1923, treinta y cuatro estados obligaron a los centros, tanto públicos como privados, a utilizar el inglés, y nada más que el inglés, como idioma para la enseñanza (Leibowitz, 1969).

    Las restricciones lingüísticas se intensificaron como consecuencia de una actitud de intolerancia hacia los “nuevos inmigrantes” que llegaban desde el este y sur de Europa. Se decía que tardaban en dominar el idioma inglés y en adaptarse a las costumbres americanas. Se comparaba a estos italianos, judíos, eslavos y griegos de forma negativa con los “viejos inmigrantes” procedentes de las Islas Británicas, Alemania y Escandinavia (U.S. Immigration Commission, 1911). Los primeros se convirtieron en el objetivo de la así llamada “campaña de americanización”, puesta en marcha antes de la guerra por industriales tales como Henry Ford. Teniendo como trasfondo los temores relacionados con la lealtad de la población germano-americana, las acciones realizadas recibieron el apoyo del gobierno norteamericano. Su lema central era que los recién llegados serían bien acogidos en América siempre y cuando respetasen la tradición del “crisol de culturas” y se adaptaran adecuadamente. Esto no solamente significaba que debían jurar su lealtad a Estados Unidos, sino también desprenderse de todo rasgo cultural extranjero, especialmente del idioma. La población inmigrante fue objeto de la propaganda que alababa los beneficios de la asimilación y algunas veces fue sometida a un proceso de discriminación directa (Higham, 1988). El ex-presidente Theodore Roosevelt incluso propuso deportar a aquéllos que no fueran capaces de aprender a hablar inglés en un período de cinco años después de su llegada al país. A modo de explicación, decía lo siguiente:

“En este país solamente hay sitio para un idioma, que es el inglés, ya que nuestra intención es que el crisol de culturas convierta a nuestras gentes en americanos, de nacionalidad americana, y no así en personas que viven en una casa de huéspedes políglota” ([1919] 1926: XXIV, 554).

    La educación bilingüe fue una de las áreas perjudicadas durante este período. En el nombre de la americanización se puso fin a la enseñanza a los inmigrantes en su propio idioma materno con la excepción de algunas zonas rurales y escuelas parroquiales – y no volvió a reaparecer durante casi medio siglo. Fue a principios de los 60 cuando renació la educación bilingüe en Miami entre los exiliados procedentes de la Cuba de Castro, quienes recibieron numerosas facilidades de las autoridades federales y estatales. Poco tiempo después sucedió lo mismo en el sudoeste con los americanos de origen mejicano y los indios, y en el noreste con los portorriqueños. Al principio, sin embargo, estos experimentos tenían más que ver con los problemas educativos relacionados con la pobreza y el dominio limitado del inglés que con el mantenimiento de español o el navajo.

    Es irónico que la Ley de Educación Bilingüe de 1968 apareció durante lo que era, lingüísticamente hablando, el período menos variado de la historia americana. Debido a las estrictas cuotas de inmigración impuestas en los años 20, la población del país nacida fuera de él cayó hasta un 4.7% en el censo de 1970. Quizá es por ello que la política de apoyo a la instrucción en lengua nativa no creó controversia en aquel momento; pocos americanos se preocupaban acerca del impacto de los grupos que no hablaban inglés. Esto cambiaría pronto, como resultado de la liberalización de las leyes de inmigración. En el año 2000, la población inmigrante alcanzaba el 11.1% y más de 1 de cada 6 residentes decía hablar en casa otra lengua distinta del inglés. Las minorías lingüísticas han crecido el 153% en los últimos 20 años, los hablantes de inglés sólo el 15% (Crawford, 2002).

    Estos cambios demográficos han traído dramáticos efectos políticos. Incluso cuando el monolingüismo es una anomalía histórica en los Estados Unidos, para la mayoría de los americanos que se hizo mayor de edad durante la segunda mitad del siglo XX es considerado la norma. Hasta muy recientemente, pocos estaban acostumbrados a escuchar en contextos públicos lenguas distintas del inglés. La tendencia al bilingüismo, combinada con nuevas políticas gubernamentales para acomodarla, han provocado fuertes reacciones. Un activo movimiento “inglés solamente” emergió en los Estados Unidos durante los 80, promoviendo legislación para que el gobierno redujera la mayor parte de usos de otras lenguas. De nuevo la educación bilingüe es el blanco de los ataques políticos.

3. Los Tres Paradigmas

    Las políticas lingüísticas descritas anteriormente fueron adoptadas por razones que poco tenían que ver con los méritos pedagógicos de la educación bilingüe o con la ausencia de los mismos. Fueron perfiladas por una serie de fuerzas no relacionadas directamente con el lenguaje: la influencia política de determinadas comunidades de inmigrantes, la estrategia militar llevada a cabo contra los indios; los imperativos del dominio colonial, el nativismo contra los inmigrantes “exóticos”, la histeria propia de las épocas de guerra, las políticas de contención de la Guerra Fría, y las reformas sociales para ayudar a grupos menos privilegiados. A lo largo de los años, la actitud adoptada por los americanos respecto al idioma ha reflejado las mismas influencias externas. Quizás como resultado de ello Estados Unidos no ha desarrollado nunca una política lingüística coherente, planificada a conciencia y de alcance nacional, para abordar las necesidades prácticas en campos tales como la educación, el derecho, el comercio y la diplomacia – y únicamente planes fragmentarios, ad hoc, y contradictorios. Las preocupaciones simbólicas han servido como elemento guía a la hora de tomar decisiones, especialmente en estos últimos años en los que la hostilidad hacia los inmigrantes ha encontrado expresión en las campañas “inglés solamente” (Crawford, 1992, 2000).

    Ruíz (1984) identifica tres diferentes “orientaciones en la planificación lingüística” o maneras de conceptualizar temas y formular políticas. La lengua como problema recalca la mitigación de responsabilidades, tales como el tratamiento aplicado a trastornos académicos entre alumnos con dominio limitado del inglés (limited-English-proficient students o LEP). La lengua como derecho hace hincapié en resolver las reivindicaciones contrapuestas de grupos minoritarios y mayoritarios, tales como el de garantizar el acceso de alumnos LEP al currículum escolar. La lengua como recurso recalca el aprovechamiento del capital humano para animar a los alumnos LEP a conservar y desarrollar sus idiomas maternos. En base a un análisis un tanto simplista, podría afirmarse que cabe clasificar la diversidad lingüística como una maldición, una demanda judicial o una oportunidad.

    Aunque esta tipología resulta útil a la hora de describir políticas lingüísticas post factum, en pocas ocasiones aparecen sus facetas más ideales en las deliberaciones del mundo real. Las ideologías lingüísticas son más específicas. Su papel en el diseño de diferentes políticas se circunscribe al contexto de movimientos y programas más amplios. Por ejemplo, y a lo largo del siglo pasado, la actitud americana ante la educación bilingüe se ha dividido en tres paradigmas que más o menos corresponden a las categorías de Ruíz.

    Un paradigma asimilacionista, legado de la era de la americanización, considera que el dominio limitado del inglés viene a ser como una incapacidad que hay que superar lo más rápidamente posible para que las minorías puedan incorporarse a la cultura dominante (es decir, monolingüe) y evitar así que se conviertan en una carga para la sociedad o en una fuerza divisora. Este paradigma tiende a rechazar la dependencia del alumno de su idioma materno, al temer que podría ralentizar el proceso asimilativo. En primer lugar, la educación bilingüe podría servir como una “muleta” que limitaría la motivación de un niño respecto a aprender inglés; en segundo lugar, podría servir como inspiración para la conciencia étnica en lugar de para una lealtad sin fisuras hacia Estados Unidos. En 1923, un alto cargo del área de la educación en Texas dejó muy claro lo siguiente:

“Siempre de manera segura, un estado únicamente podrá admitir a aquellos residentes que sean capaces de asimilar – aquéllos que sean capaces de adoptar su estilo de vida, su idioma y sus conceptos de ciudadanía y gobierno. ... ¿Pero qué pasa con aquéllos que, aunque se beneficien de las ventajas que nuestros antepasados obtuvieron de las tierras arrancadas a México, no desean incorporarse a nuestra ciudadanía? ¿Aquellas personas que prefieren conservar, aquí mismo, el idioma de la madre patria y que se aferran a las costumbres e instituciones que generaron en parte las condiciones que les hicieron buscar refugio en tierras más afortunadas? ... Esta es la tierra de la libertad, ¿pero no nos ha enseñado la guerra que, en gran medida, determinados tipos de libertad son inseguros incluso en un país democrático?” (p. 23)

    En Texas incluso llegaron a considerar delito la utilización de otro idioma que no fuese el inglés en las aulas; fue a finales de 1970 cuando se demandó a un profesor de historia en virtud de lo estipulado en este estatuto.[3]  Durante varias décadas, a los niños americanos de origen mejicano se les aplicó el planteamiento de “húndete o nada” – es decir, no se les daba ningún tipo de ayuda especial para que aprendieran el inglés y así es como habitualmente iban quedándose rezagados en la escuela. Como resultado de ello, tuvieron algunos de los niveles de fracaso escolar más altos del país. Así sucedió en Texas, donde casi la mitad de los americanos de origen mejicano fracasaron en su intento de terminar los estudios en el instituto en el año 1969 y solamente un 16% de los mismos pasaron al nivel de educación superior. Ese mismo año, solamente uno de cada veinte alumnos hispanohablantes residentes en el sudoeste del país recibió alguna forma de enseñanza con el inglés como segundo idioma (Comité Norteamericano de Derechos Civiles, 1971, 1972). Los elevados niveles de fracaso académico no solamente eran habituales entre hispanohablantes, sino también entre americanos de origen asiático y, evidentemente, entre indios americanos. Fue una crisis que el Congreso abordó rápidamente mediante la aprobación de la Ley sobre Educación Bilingüe de 1968. No se registró ninguna oposición a la misma.

    Por aquel entonces, y como resultado de la movilización social de los años 60, ocupó un lugar destacado el paradigma de igualdad de oportunidades. Sin embargo, el programa sobre derechos civiles de las minorías lingüísticas difería, en cierta medida, de lo que deseaban conseguir los afroamericanos en cuanto a eliminar la segregación en las escuelas y otros lugares públicos. Para aquellos niños que no entendían el inglés, la “igualdad” de trato en las aulas donde solamente se hablaba el inglés significaba que no tenían las mismas oportunidades de éxito. De ahí que los litigios promovidos por sus padres adoptaran una fórmula diferente. Querían conseguir un trato “especial” que ayudara a los alumnos a superar barreras lingüísticas que hacían que la escuela fuese totalmente incomprensible. En Lau v. Nichols (1974), un caso en el que se vieron implicados niños que hablaban chino en San Francisco, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos resolvió el problema. En su sentencia unánime decía lo siguiente:

“El hecho de facilitarles a los alumnos las mismas instalaciones, libros de texto, profesorado y currículum no significa que exista igualdad de trato; a los alumnos que no entienden el inglés se les priva de una educación adecuada. Las destrezas básicas del inglés se encuentran en el epicentro de lo que enseñan estos centros públicos. La imposición de un requisito tal que, antes de que pueda participar en el programa educativo de forma efectiva, el alumno deba haber adquirido de antemano dichas destrezas básicas pasa por ser una burla de la educación pública. Sabemos que aquellos que no entienden el inglés van a encontrar sus experiencias en el aula totalmente incomprensibles y carentes de sentido.” (p. 565)

    El Tribunal no especificó cuales eran los medios pedagógicos para conseguir la igualdad de oportunidades en el caso de alumnos LEP. Sin embargo, al aplicar la sentencia de Lau y la legislación correspondiente,[4] el Departamento Federal de Educación dio órdenes a numerosos distritos escolares para que éstos proporcionasen enseñanza bilingüe cuando resultara práctico hacerlo así; se estimaba que la enseñanza ESL (English as a Second Language o inglés como segunda lengua) era insuficiente por sí sola. Para finales de 1970 varios estados habían adoptados requisitos parecidos. Se pensaba que el uso del idioma materno de los alumnos LEP sería una alternativa prometedora (si bien no se había demostrado nada hasta entonces) al predominante abandono de sus necesidades.

    Como resultado de los imperativos legales, se extendió ampliamente la educación bilingüe dirigida a niños inmigrantes en los Estados Unidos, en relación con otras naciones que también acogían a inmigrantes. Aunque esta política fue adoptada y hubo muy poco debate público (Crawford, 1999), generó una intensa oposición y sigue siendo polémica en la actualidad. Los más críticos han dicho que, antes de imponer la educación bilingüe como solución para temas de derechos civiles, las autoridades estatales y federales deberían facilitar pruebas sobre su efectividad.

    De hecho, estas pruebas se han ido acumulando a lo largo de las últimas tres décadas. Aunque el uso del idioma nativo no es la panacea para alumnos LEP, cuyos malos resultados a menudo provienen de otras fuentes tales como la pobreza, la inestabilidad familiar, el fracaso escolar y el analfabetismo en el hogar, hay muchos estudios que demuestran los beneficios derivados de los enfoques bilingües (véase el artículo de August y Hakuta, 1997). Sin embargo, la mayoría del público americano desconoce esta investigación. En cualquier caso, sus hallazgos son contrarios a toda intuición. ¿Cómo puede la enseñanza en español ayudar a un niño a aprender inglés? Los más escépticos señalan que el objetivo no es la enseñanza del inglés – una sospecha que carece de fundamento en la gran mayoría de programas bilingües, pero que no resulta del todo irrazonable cuando los educadores transmiten mensajes poco nítidos acerca de sus prioridades.

    Existe otro fundamento aplicable a la educación bilingüe que ha adquirido popularidad en estos últimos años: un paradigma multicultural que recalca los beneficios del bilingüismo más que la integración en una cultura dominada por el inglés. Este paradigma surgió de una crítica de la educación asimilacionista por devaluar las culturas de los alumnos minoritarios y así dañar su autoestima, alejarles de los centros de enseñanza y obstaculizar cualquier avance académico. Se considera que el apoyo y la validación del idioma nativo sirven como un acicate para el alumno LEP, mediante la transformación de las “relaciones coercitivas del poder” existentes en el centro escolar en un espejo de aquellas que imperan en la sociedad (Cummins, 1996). Se aboga, además, por el “bilingüismo aditivo” – que consiste en adquirir un segundo idioma sin perder el primero – como sustituto del enfoque “sustractivo” que caracteriza a la mayoría de los programas norteamericanos para alumnos LEP, incluidos también muchos programas bilingües de transición de salida rápida (Lambert, 1984). Entre los beneficios derivados de hablar dos o más idiomas con fluidez se citan ventajas de tipo cognitivo, académico, cultural y profesional (Snow and Hakuta, 1992).

    Una de las primeras versiones de este paradigma sirvió como fuente de inspiración para la “educación bilingüe-bicultural,” un enfoque que se deshizo del sistema tipo crisol de culturas (melting-pot) que había predominado en la educación americana desde la primera guerra mundial. No es sorprendente que provocara una violenta reacción. En una crítica muy influyente, el editor de temas educativos del Washington Post acusó al gobierno federal de promover la “etnicidad afirmativa”: el mantenimiento de las culturas e idiomas minoritarios. Señalaba que, aunque fuera digna de elogio la competencia lingüística en idiomas extranjeros, el pluralismo lingüístico planteaba el riesgo de dividir a los americanos según grupos étnicos y de promover un separatismo al estilo de Quebec (Epstein, 1977). El Congreso estaba de acuerdo con esta apreciación. En 1978 hubo una votación para prohibir la financiación federal destinada a programas de “mantenimiento” bilingües; en 1989 se relajó la restricción, pero siguió en vigor hasta 1994.

    El senador S. I. Hayakawa de California solicitó la implantación de limitaciones más rígidas todavía en el tema del bilingüismo sancionado por el estado. Tras dejar el Congreso en 1983, fundó U.S. English, un grupo que ha llevado a cabo una campaña para declarar el inglés como idioma oficial de Estados Unidos y restringir el uso de otros idiomas por parte del gobierno. En sus advertencias, Hayakawa (1985) dijo que la educación bilingüe equivalía a una educación monolingüe en español que incluso podría dividir a los americanos y minar los vínculos de un idioma común. U.S. English presionó con éxito a la administración Reagan para que financiara programas no-bilingües dirigidos a alumnos LEP tales como inmersión estructurada en inglés (Crawford, 1999). El Ministro de Educación William Bennett ([1985] 1992) se convirtió en defensor de este enfoque. Decía que el gobierno federal había prestado tanta atención a promocionar “una sensación de orgullo cultural” que “había perdido de vista el objetivo de aprender inglés”. Desde el punto de vista de Bennett, la Ley de Educación Bilingüe debía volver a su objetivo inicial, es decir, a la asimilación de niños inmigrantes.

    En sus acciones de oposición contra la nueva campaña en pro del “inglés solamente” un grupo con base en Miami llamado Liga Hispanoamericana Contra la Discriminación (Spanish American League Against Discrimination, SALAD) contraatacó con la alternativa política llamada English Plus o “inglés más” Reconocía que todos los que viven en Estados Unidos deben dominar el inglés pero, ¿por qué limitarnos a un sólo idioma y a una sola cultura? En lugar de insistir en un crisol de culturas que produzca la uniformidad, ¿por qué no establecer un símil entre América y una “ensaladera” (salad bowl) compuesta por diferentes ingredientes? En lo referente al tema de la educación bilingüe, SALAD argumentaba lo siguiente:

“Nos tememos que el Ministro Bennett ha perdido de vista el hecho de que el inglés es una de las claves necesarias para conseguir la igualdad de oportunidades en la educación, algo que es necesario pero no suficiente. No basta con tener el inglés. No se trata de Inglés Solamente, sino de ¡Inglés Más!... No aceptaremos el Inglés Solamente para nuestros hijos. Queremos Inglés Más. Inglés más matemáticas. Más ciencias. Más estudios sociales. Más igualdad de oportunidades educativas. Competencias tipo Inglés más competencia en la lengua hablada en casa. ... ¡Inglés más para todo el mundo!” (Cita en Combs, 1992, p. 217).

    Este manifiesto salió en 1985 y sigue reflejando un amplio consenso entre educadores bilingües. En los encuentros celebrados por los profesionales de este campo es habitual ver a la gente con alfileres o pins en las solapas que dicen cosas tales como: El Bilingüismo es Bonito o Quien sabe dos lenguas vale por dos o sencillamente ¡Inglés Más! En ningún momento se olvida el tema de la igualdad de oportunidades, aunque parece que el multiculturalismo despierta más entusiasmo.

4. Investigación e Ideología

    Los tres paradigmas de la educación en lenguas minoritarias representan puntos de vista diferentes pero que no son mutuamente excluyentes. Desde la perspectiva ideológica, se centran en muchos temas parecidos – aunque vistos desde ángulos diferentes – y existe un solapamiento considerable en sus conclusiones. Por ejemplo, algunos asimilacionistas aceptan variedades de educación bilingüe a corto plazo como mecanismo que facilita la transición hasta el monolingüismo en inglés; este punto de vista ha predominado en la política federal desde 1968. Otros se aferran a la retórica de los derechos civiles para oponerse a cualquier cosa que pudiera aplazar la incorporación del niño a la corriente principal, y así justificar mandatos tipo “inglés solamente”, como la Propuesta 227 de California (1998).

    Mientras tanto, y desde un punto de vista educativo, los paradigmas de la igualdad de oportunidades y el multiculturalismo son más complementarios que contradictorios. La investigación demuestra, por ejemplo, que el razonamiento empleado en el caso de la educación bilingüe de desarrollo – un enfoque preferido por los profesionales de este campo – está sobredeterminado. La construcción de cimientos fuertes en el idioma nativo de un niño ha demostrado que es efectivo a la hora de promocionar el bilingüismo, de facilitar la adquisición del inglés y de fomentar la consecución de logros académicos. Aparentemente, todos los objetivos se refuerzan mutuamente. En un estudio nacional longitudinal sobre alternativas para el programa, Ramírez y col. (1991) comprobaron que un modelo bilingüe de salida tardía – un enfoque aditivo caracterizado por una transición gradual hacia el inglés – ayudaba a los alumnos LEP a casi superar los objetivos fijados a nivel nacional para cuando llegaban al sexto curso. Otros alumnos comparables evolucionaron bastante peor en dos modelos sustractivos, en educación bilingüe de salida temprana e inmersión estructurada en inglés.

    Los enfoques de desarrollo incluyen la inmersión dual (conocida también como educación bilingüe bidireccional o de dos idiomas), un modelo en el que los alumnos angloparlantes aprenden un idioma minoritario – generalmente el español – en las mismas aulas que los alumnos que hablan el idioma minoritario aprenden inglés. Las asignaturas se imparten en ambos idiomas, y los niños de ambos grupos hacen las veces de “tutores” de sus compañeros, algo imposible de hacer en los programas bilingües “unidireccionales” o de inmersión. Aunque todavía no se hayan publicado datos acerca de estudios controlados de inmersión dual, los resultados filtrados sí que son prometedores para ambos grupos, tanto en términos de resultados académicos como de bilingüismo. Los alumnos pertenecientes a la minoría lingüística, sin embargo, suelen alcanzar niveles más altos de competencia en el segundo idioma (Lindholm-Leary, 2001).

    Los paradigmas relacionados con la educación de las minorías lingüísticas no solamente dependen de la investigación para conseguir su validación, sino que también influyen sobre las cuestiones planteadas por la investigación. Generalmente, los estudios a gran escala financiados por el Departamento de Educación norteamericano se han convertido en informes de “consumo”: ¿“Funciona” la educación bilingüe lo suficientemente bien en la práctica como para justificar el coste que ha de soportar el gobierno federal? Dicho de otra manera: ¿Sirve este enfoque para enseñar el inglés de manera rápida y efectiva en comparación con otras metodologías alternativas? En el primer estudio de esta naturaleza llevado a cabo por el American Institutes for Research (AIR) se creó un grupo compuesto por programas etiquetados como bilingües, se hizo un seguimiento de los logros de los alumnos a lo largo de siete meses y “no se detectó ningún impacto significativo ni consistente” – lo cual no sorprendió a nadie – (Danoff et al., 1978). Si hubiesen trabajado con un paradigma que no se ciñera tanto a la asimilación rápida, los investigadores podrían haber estudiado los efectos a más largo plazo, o haber analizado los componentes de los programas más y menos beneficiosos, o intentar desarrollar modelos teóricos que aportaran información a la práctica educativa. En lugar de ello, el estudio del AIR se preocupó principalmente por los resultados más primordiales: ¿qué programa producía los mejores resultados finales – el bilingüe o el que únicamente se impartía en inglés?

    Baker y Kanter (1983) también utilizaron el mismo tipo de planteamiento como punto de referencia en su revisión de la bibliografía y cuya intención final pasaba por saber si se podían justificar o no las políticas federales a favor de la enseñanza en el idioma materno. Su trabajo se inició con el rechazo de los estudios más primarios puesto que decían no eran adecuados desde el punto de vista metodológico. Tras recurrir a definiciones polémicas para los programas – por ejemplo, utilizaron la inmersión en francés para anglófonos en Canadá a modo de plantilla para la inmersión en inglés de las minorías lingüísticas de Estados Unidos[5] – llegaron a la conclusión de que la educación bilingüe era inferior a la inmersión total en el inglés o incluso inferior a “no hacer nada” para a ayudar a los alumnos LEP a superar la barrera lingüística. Los hallazgos de Rossell y Baker (1996) eran prácticamente idénticos y en su teoría decían que el tiempo dedicado a una tarea – es decir, el nivel de exposición al inglés en el centro – era la variable clave en la adquisición del inglés.

    Estos puntos de vista han sido duramente criticados por otros investigadores. Willig (1985) y Greene (1998) llevaron a cabo un meta-análisis bastante similar y aplicaron criterios consistentes para la inclusión o exclusión de estudios en base a una metodología y, como consecuencia de ello, sacaron diferentes conclusiones. En líneas generales, el meta-análisis descubrió una pequeña, aunque significativa, ventaja a favor de los alumnos que recibían educación bilingüe – cuando se comprobó su nivel de lectura en inglés y sus destrezas en matemáticas – aunque su exposición al inglés fuese significativamente inferior al de sus compañeros incluidos en los programas impartidos totalmente en inglés. Aquí es donde surgen con fuerza detalles en contra de la teoría del tiempo dedicado a una tarea.

    Ramírez y col. (1991), autores del último estudio federal importante que haya sido publicado, se distanciaron del paradigma de la asimilación. En lugar de ceñirse a si el idioma nativo se utilizaba o no, analizaron una gama de modelos pedagógicos y reconocieron que todos los programas etiquetados como “bilingües” no son iguales. Sus hallazgos confirmaron la presencia de un marco teórico diferente, cuya influencia fue aumentando a lo largo de la década de los ochenta: a largo plazo, parece ser que la inversión en el planteamiento del bilingüismo estaba generando dividendos cognitivos y académicos.

    Cummins (1981) y Krashen (1981) fueron los primeros en desarrollar este marco que recalcaba la posibilidad de transferir destrezas y conocimientos entre el idioma materno de los alumnos y otros idiomas adicionales que pudiesen adquirir. Krashen (1996) explica lo siguiente:

“Cuando impartimos enseñanza de calidad para los niños en su idioma primario, les damos dos cosas:

1. Conocimientos, tanto conocimiento generales sobre el mundo como conocimientos relacionados con asignaturas. Los conocimientos que obtienen los niños a través de su primer idioma les ayudan a comprender mejor el inglés que oyen y leen. Esto produce como resultado un mayor nivel de adquisición ...

2. La alfabetización, que se traslada de un idioma a otro. Tenemos aquí un sencillo argumento, dividido en tres pasos y que sirve como apoyo para trasladar la alfabetización desde el primer idioma al segundo:

(1) Tal y como han argumentado Frank Smith y Kenneth Goodman, aprendemos a leer leyendo, dándole sentido a lo que vemos en la página. ...

(2) Si aprendemos a leer leyendo, resultará mucho más fácil aprender a leer en un idioma que ya entendemos.

(3) Una vez que sabes leer, puedes leerlo todo. La capacidad de leer se transfiere entre idiomas.” (pp. 3-4)

Numerosos estudios empíricos han confirmado el principio de transferencia, incluso entre idiomas muy diferentes tales como el chino y el inglés, el japonés y el inglés, el hebreo y el inglés, el turco y el holandés (Krashen, 1996; Cummins, 2000).

    Por tanto, el tiempo dedicado al aprendizaje del idioma materno no es tiempo perdido. La educación bilingüe no solamente es más eficiente sino también más humana que el intentar enseñar a alumnos LEP en un ambiente que les resulta muy difícil de comprender. Además, ofrece la posibilidad de alcanzar altos niveles de destreza tanto en el idioma materno como en inglés, es decir, bilingüismo y bialfabetismo, sin afectar para nada a los resultados académicos del alumno. De esta forma se alcanzan los objetivos del multiculturalismo y la igualdad de oportunidades.

    Gracias a los esfuerzos del Grupo de Trabajo de Stanford (Stanford Working Group), compuesto por investigadores y expertos y financiado por la Fundación Carnegie (Hakuta et al., 1993), esta orientación llegó a impactar sobre la política federal. Cuando se volvió a redactar la Ley de Educación Bilingüe en 1994, dio prioridad de financiación, por primera vez, a programas que “permitan desarrollar competencias bilingües tanto en inglés como en otro idioma para todos los alumnos que participen” (P.L. 103 382, Sec. 7116). La administración Clinton dio un fuerte apoyo retórico, que no siempre resultó práctico, a planteamientos pedagógicos de ésta índole – especialmente de inmersión dual (Riley, 2000).

    De forma simultánea, la orden del día en investigación bilingüe empezó a restar importancia a aquellos estudios que buscaban la manera más rápida de enseñar el inglés. Al fin y al cabo, no existía ninguna razón para “reinventar la rueda.” La mayoría de los investigadores en adquisición de segundas lenguas opinaban que la educación bilingüe era beneficiosa. Sin embargo, el idioma empleado en la enseñanza era sólo una variable entre las muchas que determinan el fracaso o el éxito académico – una variable fácil de politizar por conflictos sociales más amplios relacionados con la asimilación y el pluralismo. Como resultado de todo ello, se ha exagerado la importancia que tiene la investigación encaminada a evaluar la efectividad de programas únicamente definidos por el idioma, trasladando así a un segundo plano aquellos análisis que podrían resultar más útiles para los profesionales. En un informe confidencial publicado por el Consejo Nacional de Investigación (National Research Council, NRC) se decía que “el tema clave no consiste en encontrar un programa que funcione para todos los niños y en todas las localidades, sino en hallar un conjunto de componentes que funcionen para los niños de la comunidad objeto de nuestro interés, teniendo siempre en cuenta los objetivos, los recursos y los aspectos demográficos de dicha comunidad.” La NRC recomendó establecer un programa de investigación que se ciñese a las “intervenciones basadas en teorías”: investigación básica acerca de las necesidades de personas que aprenden un segundo idioma y cómo dirigirse a ellos (August y Hakuta, 1997, p. 138).

    Un programa de esta naturaleza debería generar una mejoría. Sin embargo, la definición de las cuestiones que hay que investigar sigue dependiendo, en gran medida, de los objetivos políticos. Además sigue imperando un clima de confusión en todo lo referente a la educación bilingüe. Aunque la igualdad de oportunidades y el multiculturalismo sean compatibles en determinados aspectos, en otros resultan contradictorios. En estos últimos años, el predominio de este último paradigma ha favorecido más a la investigación cualitativa que a la cuantitativa, prestando atención a áreas tales como: 

•    el contexto social y cultural del aprendizaje,

•    la identidad y las relaciones de poder en los centros, y

•    la etnografía de la comunicación en el aula. 

Por otro lado, ha restado importancia a cuestiones relacionadas con facilitar la transición hacia el inglés, tales como:

•    cómo definir y valorar la competencia limitada en inglés,

•    cómo determinar la cantidad y tipo de ayuda lingüística que necesitan los alumnos LEP para llegar a ser alumnos con dominio total del inglés (fluent-English-proficient o FEP),

•    cómo fijar criterios mínimos para evaluar programas, sean o no bilingües, para que los alumnos LEP puedan acceder al currículum predominante.

    Por ejemplo, un tema político clave tiene que ver con cuánto tarda un niño en adquirir el inglés como segundo idioma – no solamente el “inglés que se habla en el patio”, ni destrezas de comunicación oral, sino el “inglés académico”, el idioma descontextualizado y cognitivamente exigente que necesitan para el colegio. Las respuestas directas han resultado evasivas debido a lo difícil que resulta evaluar destrezas lingüísticas independientemente de destrezas académicas tales como la alfabetización (MacSwan y Rolstad, en prensa). En su lugar, los investigadores han recurrido al parámetro de los resultados conseguidos en exámenes de inglés como elemento indicador del nivel de dominio del inglés académico, analizando así el tiempo que tardan los alumnos LEP en “alcanzar” a los angloparlantes nativos en cuanto a puntuación en evaluaciones. Una vez realizada la extrapolación correspondiente en base a tales parámetros, los estudios señalan que un niño necesita, como mínimo, y por término medio, siete años de estudio para adquirir un segundo idioma para fines académicos (Cummins, 1981; Collier y Thomas, 1989). Se trata, evidentemente, de un planteamiento muy básico, como mucho. Supone que la “diferencia de logros” entre alumnos pertenecientes a minorías y mayorías lingüísticas se debe únicamente a factores lingüísticos, cuando otros factores son ampliamente reconocidos – el estatus socioeconómico en particular –. De ahí que tantos niños LEP necesiten bastante más tiempo para mejorar su nivel de rendimiento académico que para entender el inglés que se utiliza en una clase inmersa en la corriente principal.

    En la práctica, la mayoría de los alumnos abandonan los programas bilingües de transición o ESL en cuestión de tres o cuatro años, y un gran número sobresale en los centros a partir de ese momento.[6] Sin embargo, muchos educadores dicen que si el bilingüismo es bueno para el desarrollo académico del niño, sin hablar de sus futuras perspectivas laborales, ¿por qué preocuparse por el tiempo que tengan que permanecer en programas bilingües? Si un alumno LEP mejora a la larga, ¿a quién le importa el hecho de que los centros tarden entre cinco y siete años en enseñarles el inglés?

    Está claro qué le importa al público norteamericano. También les importa a los legisladores federales y estatales, quienes en los años 90 empezaron a sobrepasar límites arbitrarios – por lo general tres años – del tiempo que podrían pasar los niños en aulas bilingües. Fue entonces cuando los votantes de California y Arizona impusieron un sistema de un año, totalmente en inglés para la mayoría de los alumnos LEP, prohibiendo prácticamente el uso de sus idiomas nativos. El paradigma asimilacionista se afirmó de manera vengativa y cogió a los investigadores y profesional bilingües totalmente desprevenidos. La evidencia científica relacionada con la adquisición del idioma no desempeñó ningún papel en estas decisiones políticas. Sin embargo, y aunque sus defensores aprendan a comunicar esta evidencia mejor ante el público, será necesario tener los objetivos más claros para transformar la política de educación bilingüe.

5. “Inglés para los niños”

    Las campañas pro legislación “inglés solamente” tuvieron un importante auge durante los 80, a medida que numerosos estados aprobaron declaraciones en las que se decía que el inglés era su único idioma oficial.[7] Transcurrido un periodo de inactividad, el movimiento nació de nuevo en el clima antiinmigrantes de mediados de los noventa y consiguió un breve apoyo de los republicanos en el Congreso. Bajo la presidencia del Portavoz Newt Gingrich, la Cámara de representantes norteamericana aprobó una “Ley del Idioma Inglés” que restringía el uso de cualquier otro idioma por parte del gobierno.[8] Pero los líderes de los partidos políticos pronto abandonaron la causa cuando comprobaron que enfurecía a la población hispana – el sector del electorado norteamericano que crece más rápidamente – sin producir demasiado entusiasmo entre los nativistas conservadores (tendencia política antiinmigrantes). Una vez más, aquellos que únicamente abogaban por el inglés, y cuyo racismo quedaba patente, se quedaron en las parcelas extremistas de la política norteamericana. Ninguna de sus medidas legislativas tuvo un efecto directo sobre la educación bilingüe.

    Sin embargo, pronto cambiaría la situación con la llegada de una fórmula más sofisticada de activismo a favor del inglés como único idioma. En 1997, un multimillonario diseñador de software llamado Ron Unz lanzó una campaña a favor de prohibir la educación bilingüe a través de las urnas – primeramente en California, y después en otros estados donde se pueden tramitar leyes a través del proceso de votación en las urnas.[9] Unz carecía de conocimientos en este campo, pero sí se percató de sus vulnerabilidades. El público se mostró escéptico puesto que los niños estaban aprendiendo inglés en aulas bilingües; así que Unz utilizó el título de “English for the Children” (Inglés para los Niños) para su campaña. En lugar de atacar a los inmigrantes, se presentó como su defensor ante centros escolares que no respondían adecuadamente. Como protección complementaria contra cualquier acusación de racismo, contrató a latinos y a americanos de origen asiático para que hiciesen de portavoces de su organización y se hizo eco de las exigencias planteadas por algunos padres inmigrantes procedentes de México respecto a enseñar más en inglés. Basándose en un dato estadístico confuso que decía que solamente entre el 5 y el 7% de los alumnos LEP eran reclasificados como alumnos FEP cada año, Unz decía que la educación bilingüe tenía una “tasa anual de fracaso del 95%” (English for the Children, 1997). En su iniciativa proponía incluir prácticamente a todos los alumnos LEP en un programa de “inmersión en el inglés protegida... que normalmente no excediera de un año” (Propuesta 227, 1998; Art. II, Sec. 305). Los padres podrían solicitar “renuncias” a este requisito, aunque sus alternativas y derechos quedarían muy limitados. Aquellos educadores que infringiesen la norma de sólo enseñar en inglés serían penalizados con fuertes multas. Por último, no se podría derogar ni enmendar la ley a través del proceso legislativo normal, sino solamente con dos tercios de los votos o mediante otro proceso de votación.

    English for the Children fue popular desde el principio y las encuestas de opinión desvelaron que una gran mayoría de los californianos estaba a favor de la iniciativa.[10] Mientras tanto, la campaña del No a la propuesta 227 montó una oposición ineficaz. Reconociendo que existían muchos malentendidos respecto a la educación bilingüe, abandonaron sus intentos de cambiar el punto de vista de los votantes sobre el programa – por ejemplo, explicándoles como se enseña el inglés en él – en el corto espacio de tiempo disponible. Eso lanzó una directriz desmoralizante para los voluntarios de la campaña: “NO os metáis en una discusión para defender la educación bilingüe” (Citizens for an Educated America, 1998).

    La propuesta 227 fue aprobada sin ningún problema, el 61% contra el 39%. Cuando se les preguntó por qué tenían la intención de votar a favor, casi tres de cada cuatro defensores dieron como respuesta lo siguiente: “Si vives en América, necesitas hablar inglés” para tener éxito en la escuela y en la sociedad (encuesta de opinión de Los Angeles Times, 1998). Desde luego, no se trata de una opinión muy original, pero hay que situarla dentro de su contexto. Además, los votantes opinaban que la educación bilingüe solamente servía para distraer al alumno del inglés, y no para adquirirlo. Esta falsa idea ha sido el obstáculo más importante para la aceptación del programa. Además, ha permitido que las fuerzas que únicamente están a favor del inglés, bajo el liderazgo de Ron Unz, se apropien del paradigma de la igualdad de oportunidades para sus propios fines. En lugar de culpar a los inmigrantes por su fracaso en el proceso de asimilación, tal y como ha sucedido en el pasado,[11] ahora defienden el “derecho” de los inmigrantes a aprender inglés contra las políticas gubernamentales que intentan impedirlo de forma descarada.

    En respuesta, el razonamiento multicultural para la educación bilingüe no ha servido de ayuda a esta situación. Incluso es posible que haya hecho daño. Aunque existen fuertes argumentos a favor de conservar y desarrollar los recursos lingüísticos de Estados Unidos – cuya gran escasez pone en peligro la seguridad nacional[12] – una política de esta naturaleza debería ser catalogada como una alta prioridad del gobierno. Tampoco ha generado un enorme entusiasmo entre el público. Prácticamente todo el mundo, incluido también Unz (1997), habla sobre “la importancia práctica del bilingüismo”. Sin embargo, muy pocos americanos monolingües están dispuestos a hacer algo respecto a esta noción, o de manera directa aprendiendo ellos mismos otro idioma, o de forma indirecta, dando su apoyo a otros para que puedan contar con más oportunidades de aprender un idioma. A lo largo de las dos últimas décadas se ha producido una explosión en la diversidad lingüística de Estados Unidos. En la actualidad, y debido fundamentalmente a la inmigración, más de uno de cada seis residentes en Estados Unidos hablan otro idioma que no es el inglés en el hogar. Sin embargo, las comunidades de idiomas minoritarios rara vez son catalogadas como fuente de destrezas lingüísticas capaces de satisfacer necesidades nacionales. Tampoco se reconoce a gran escala el papel potencial de la educación bilingüe. Según reza la sabiduría convencional, “es beneficioso conocer idiomas extranjeros, pero en el caso de los inmigrantes, el inglés debe ser lo primero.”

    Por tanto, English Plus ha demostrado ser un planteamiento ineficaz en cuanto a conseguir apoyos para la educación bilingüe (Combs, 1992). Como estrategia política, ha sido diseñado para satisfacer los propios intereses del grupo dominante. En la práctica, sin embargo, parece atraer más a aquéllos que no necesitan ser convencidos de brindar su apoyo a una política de un solo idioma como recurso: educadores lingüísticos, defensores étnicos y personas que ya son bilingües.

    El problema más importante asociado al argumento English Plus es que, digan lo que digan los americanos en abstracto, muy pocos consideran que el bilingüismo sea importante. A pesar de la creciente popularidad de la inmersión doble – una forma muy efectiva de enseñar un segundo idioma – los padres angloparlantes han colocado, como mucho, a un total de 20.000 niños en tales programas.[13] A modo de comparación, hay unos 300.000 alumnos anglófonos matriculados en escuelas de inmersión en francés en Canadá, un país que tiene la décima parte de habitantes que Estados Unidos (Cummins, 1996). Evidentemente, la política canadiense de bilingüismo oficial significa que el dominio del francés es una destreza laboral muy importante, por lo menos en lo que al funcionariado se refiere. A nivel individual, a los americanos monolingües se les incentiva menos para que adquieran otro idioma, especialmente en vista de la difusión mundial del inglés. A muchas personas el crecimiento de la diversidad lingüística les produce temor o malestar, una reacción poco habitual en casi todo el país con anterioridad a los años ochenta. En un estudio llevado a cabo sobre actitudes suburbanitas, Wolfe (1998) comprobó que el bilingüismo (junto con la homosexualidad) se situaba entre los fenómenos sociales menos tolerados. Así pues, anunciar la educación bilingüe principalmente como el medio necesario para conseguir el bilingüismo realmente sería difícil de vender.

    Un razonamiento más prometedor recalcaría valores ampliamente compartidos, tales como la igualdad social, el juego limpio y la libre elección. Muchos americanos pueden comprender las dificultades que experimenta un niño que no habla inglés y entender que es necesario contar con medidas especiales. Esto fue lo que sirvió para que una mayoría diera su apoyo a la idea de la educación bilingüe de transición, aunque relativamente pocos se han posicionado a favor del mantenimiento de los idiomas étnicos (Huddy y Sears, 1990). Lo que genera la polémica no es el objetivo de la igualdad de oportunidades, sino el medio empleado para conseguirlo.

    Si algún día se ha de tomar una decisión sobre la política de educación lingüística en Estados Unidos en base a una investigación sólida, primero habrá que desactivar la política explosiva asociada al tema. A continuación se plantean tres recomendaciones para hacerlo así.

    En primer lugar, la investigación debe ocupar un lugar relevante. Habría que dar prioridad absoluta a preguntas, tanto teóricas como prácticas, relacionadas con la interacción existente entre la adquisición de un segundo idioma y el desarrollo cognitivo/académico. Aunque los estudios deberían abarcar un espectro amplio – y no limitarse a comparar la efectividad de pedagogías bilingües y no-bilingües – deben seguir abordando las preocupaciones más graves de los padres, educadores y legisladores. Entre los primeros elementos de la lista se encuentra la necesidad de elegir entre diferentes alternativas de un programa para alumnos, aunque siempre contando con suficiente información para ello.

    En segundo lugar, hay que educar al público. Los líderes políticos siempre darán un apoyo titubeante hasta que se entienda bien el papel de la educación bilingüe en la enseñanza del inglés. Los americanos necesitan saber que, para muchos alumnos, este programa es el que más esperanzas les ofrece en cuanto a reducir los efectos académicos generados por la pobreza y el hecho de pertenecer a una minoría. Por otro lado, y siempre que la función primaria de la educación bilingüe consista en perpetuar otros idiomas y culturas, se caricaturizará como una concesión a favor de los que defienden lo étnico; como una pedagogía que promueve la “diferencia” frente a lo común; y un obstáculo, no un camino, hacia la igualdad de oportunidades.

    En tercer lugar, sustituirá mandatos por alternativas. No debería existir un solo programa para todos los alumnos LEP, cuyos antecedentes académicos y necesidades son totalmente diferentes. Ni los centros ni los padres aceptarán pedagogías por vía de la imposición. Sin embargo, la disponibilidad de distintas opciones, – incluidos modelos de mantenimiento tales como enseñanza en el idioma patrimonial – promoverá la experimentación y fomentará una mayor aceptación del público.

    Son sugerencias a largo plazo. Posiblemente ninguna estrategia será capaz de evitar más restricciones sobre la educación bilingüe en un futuro cercano, especialmente en aquellos estados donde se pueden confeccionar leyes por iniciativa popular. Tarde o temprano, el fervor popular seguirá su curso. Pero si no se hace nada al respecto, las actitudes que lo han provocado quedarán intactas. Tanto los investigadores como los profesionales deben asumir un nuevo papel para que pueda sobrevivir la educación bilingüe y los niños que más la necesitan puedan beneficiarse de ella. Ya no basta con la dedicación profesional en este campo, será necesario contar también con un compromiso político.

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[1] La oposición de Colorado se benefició de una contribución de 3 millones de dólares hecha por una heredera cuyo hijo estaba aprendiendo español en un programa educacional bilingüe “bidireccional”. No es muy probable que esto se repita en ningún otro lugar.

[2] Kloss (1998) dice que 1 millón, o un 7%, sería una estimación más precisa. No hay cifras disponibles sobre otros grupos lingüísticos que no sean alemanes. En la actualidad no se supera el 2,5% de alumnos de educación elemental y secundaria matriculados en programas de educación bilingüe en Estados Unidos (Crawford, 2000).

[3] Se desestimó el caso ya que la ley había sido revocada el año anterior, extremo que desconocía el Fiscal del Distrito de Crystal City, Texas.

[4] El Congreso reafirmó la sentencia de Lau v. Nichols al codificar sus principios básicos en la Ley de Igualdad de Oportunidades Educativas de 1974 (20 U.S.C. §1703[f]).

[5] La inmersión en el francés es un modelo bilingüe diseñado para producir el bilingüismo; la inmersión estructurada en inglés es un modelo diseñado para producir monolingüismo (véase Krashen, 1996; Cummins, 2000).

[6] En la ciudad de Nueva York, el 65% de los alumnos LEP estuvieron durante tres años o menos en programas bilingües o ESL; un 26% estuvo entre cuatro y seis años; y 11% estuvieron siete o más años. Los alumnos que salieron de estos programas en un plazo máximo de tres años obtuvieron una puntuación superior a la media en los exámenes de lectura de la ciudad; aquellos que salieron antes de cuatro años obtuvieron una puntuación superior a la media en el examen de matemáticas (New York City Board of Education, 2000)

[7] Para finales de 2000, 23 estados habían implantado estas leyes del “inglés oficial”; para más detalles véase http://www.languagepolicy.net/archives/langleg.htm.

[8] La Ley, H.R. 123, hubiera declarado el inglés como idioma oficial de la nación y hubiera exigido a las agencias federales y funcionarios que emitiesen la mayoría de sus comunicaciones escritas sólo en inglés. Las restricciones se hubieran aplicado principalmente a información de la seguridad social, impresos de hacienda, material para votaciones en unas pocas jurisdicciones y a panfletos de información turística en parques nacionales. No se hubiera visto afectado el apoyo federal para la educación bilingüe. En cualquier caso, la medida no fue aprobada en el Senado y desapareció en el 104 Congreso. Para obtener más detalles, véase Crawford (2000).

[9] Hay 24 en los que está autorizada está forma de “democracia directa” (Broder, 2000).

[10] En la encuesta de opinión inicial de Los Angeles Times (1997) se indicaba que el 80% de los votantes censados, incluidos un 84% de latinos, tenían previsto votar a favor de la iniciativa.

[11] A modo de ejemplo, fue a mediados de los 80 cuando la organización English First puso en circulación una petición para recaudar fondos que decía, en parte, lo siguiente: “¡Desgraciadamente, en la actualidad hay muchos inmigrantes que se niegan a aprender inglés! Nunca llegan a convertirse en miembros productivos de la sociedad. Quedan atrapados en un ghetto lingüístico y económico; muchos de ellos viven de las prestaciones sociales y les cuestan a los contribuyentes americanos millones de dólares cada año.”

[12] Los servicios de inteligencia norteamericanos habían padecido una crisis lingüística incluso antes de perpetrarse los ataques terroristas contra Nueva York y Washington el 11 de septiembre, 2001. Durante la Guerra del Golfo Pérsico, del total de 500.000 militares americanos destacados en la región, solamente 45 de ellos poseían destrezas en los idiomas hablados en Iraq; únicamente 5 de estas personas habían recibido formación en el campo de los servicios de inteligencia (hallazgos de H.R. 5442, y propuesta del “Foreign Language Economic Enhancement Act,” 102 Congreso). Tras el ataque perpetrado contra el World Trade Center en 1993, las autoridades norteamericanas descubrieron que poseían instrucciones por escrito sobre el ataque, pero carecían de personal suficiente para traducir la documentación del árabe (Warrick et al., 2001). La falta de destrezas prácticamente afecta a todos los idiomas, incluido el español. En los años ochenta, y cuando la CIA promovió una revuelta para derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua, tuvo que recuperar a sus funcionarios jubilados especializados en el idioma español para alcanzar sus objetivos (Congressional Quarterly, 1992).

[13] Esta estimación se basa en un directorio de programas de “inmersión de dos vías” confeccionado en septiembre de 2001 por el Centro de Lingüística Aplicada (http://www.cal.org/twi/directory/). Aunque fueron identificados 260 programas en 23 estados, muchos solamente incluyen unas pocas aulas o algunos cursos de un centro.


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