LA EDUCACIÓN BILINGÜE
EN ESTADOS UNIDOS:
POLÍTICA VERSUS PEDAGOGÍA
James
Crawford
I Jornadas Internacionales de Educación
Plurilingüe
Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz
País Vasco, España
19, 20 y 21 de noviembre de 2001
Traducción de Teresa Fernández
Ulloa
1. Introducción
Desde 1968, año en el que comenzó
el apoyo federal para el programa, la confusión acerca de
los objetivos a alcanzar ha sido el talón de Aquiles de la
educación bilingüe en Estados Unidos. ¿Consistía
el objetivo final en enseñar a los alumnos pertenecientes
a minorías lingüísticas las destrezas en inglés
que necesitarían para tener éxito en los centros de
enseñanza norteamericanos? ¿O se trataba, por el contrario,
de desarrollar competencias bilingües beneficiosas tanto a nivel
personal como para toda la sociedad norteamericana? Las políticas
gubernamentales en esta cuestión han sido ambiguas y contradictorias.
No existe ninguna razón pedagógica
que explique por qué ambos objetivos deberían ser
incompatibles; de hecho, los trabajos de investigación han
demostrado que se complementan entre sí. Sin embargo, existen
razones políticas, empezando con el perpetuo conflicto entre “la
americanización del inmigrante” y el hecho de tolerar las
diferencias étnicas. Cuanto más se ha relacionado
la educación bilingüe con este último objetivo
(por ejemplo, permitiendo a los niños conservar otros idiomas
que no sean el inglés) más resistencia política ha
generado. A lo largo de los últimos 20 años, sus opositores
han creado un movimiento para exigir restricciones del tipo “English-only”
(inglés solamente) en el gobierno y la sociedad civil. Resulta
irónico constatar que existen relativamente pocos programas
de educación bilingüe en Estados Unidos diseñados
para promover el bilingüismo. La mayoría de ellos intentan
asimilar a los alumnos para así facilitar su transición
e incorporación a la corriente principal del inglés.
Los planteamientos de esta naturaleza, conocidos como educación
bilingüe de transición, han demostrado ser más
eficientes que varias formas de enseñanza totalmente en inglés
(Greene, 1998; Willig 1985). Los planteamientos que intentan desarrollar
destrezas académicas tanto en el idioma nativo como en inglés,
y conocidos como educación bilingüe de desarrollo, han
conseguido resultados todavía más prometedores (Ramírez
et al., 1991). A pesar de ello, una parte importante del público
americano carece de información sobre los métodos, objetivos,
variedades y resultados de los programas bilingües y siente
confusión sobre las políticas gubernamentales que les
sirven de apoyo.
Esta falta de claridad se está volviendo
cada vez más problemática. Durante casi dos décadas,
aquéllos que abogaban por el “inglés solamente” presionaron
a los legisladores para que limitaran su apoyo a la educación
bilingüe (basándose principalmente en argumentos simbólicos
sobre el idioma y el “americanismo”), aunque no consiguieron ninguna
victoria decisiva. Sin embargo, desde finales de los años 90 ha
surgido una nueva y más virulenta tendencia de política
antibilingüismo. Ha promovido una legislación para prohibir
casi toda la enseñanza en otros idiomas que no sean el inglés
a niños cuyo dominio del idioma es limitado. Tanto educadores
como investigadores han mostrado de forma unánime su oposición
a este tipo de propuestas. Sin embargo, una abrumadora mayoría
de los habitantes de California (Propuesta 227, 1998), Arizona (Propuesta
203, 2000) y Massachusetts (Pregunta 2, 2002) ha votado a favor
de eliminar la educación bilingüe. Aunque una propuesta
similar fue derrotada en Colorado (Reforma 31, 2002),[1]
es posible que se consideren otras similares en estados diferentes.
Mientras tanto, en 2002, el Congreso rechazó la Ley de Educación
Bilingüe, que había financiado el desarrollo de programas,
la formación de profesores, y los servicios de apoyo durante
más de 30 años. La ley que la reemplazó, Ley de
Adquisición de la Lengua Inglesa, elimina todas las referencias
al bilingüismo e incluye provisiones concebidas para desanimar
la instrucción en la lengua nativa.
En definitiva, los hallazgos de la
investigación y el juicio profesional cada vez ejercen una menor
influencia sobre la política norteamericana relacionada con
la educación de las minorías lingüísticas.
Sería útil hacer un pequeño repaso histórico
para saber cómo se ha llegado hasta esta situación.
2. “La Casa de Huéspedes Políglota”
Contrariamente a la imagen popular del país,
Estados Unidos ha sido una sociedad multilingüe desde sus orígenes.
Fue en el año 1664, cuando la colonia de New Netherland quedó
bajo control británico y su nombre pasó a ser Nueva
York. En la isla de Manhattan (Hansen, 1940) se hablaban dieciocho
idiomas europeos. La educación vernácula – algunas
veces bilingüe, otras veces no – era habitual en muchas comunidades
de inmigrantes desde el período Colonial hasta la época
de la Primera Guerra Mundial. A nivel escolar, los idiomas que más
se hablaban eran el alemán, especialmente en los valles de
Ohio y el río Mississippi; el francés, en Louisiana
y el norte de Nueva Inglaterra; y el español, en Nuevo México
y California. Otros idiomas utilizados para fines educativos eran
el noruego, danés, polaco, italiano, checo y cherokee (Kloss,
1998).
La política lingüística
variaba entre estados y localidades debido a la administración
descentralizada de las escuelas del siglo XIX; también sucedía
lo mismo con el diseño de los programas bilingües. En
1839, Ohio aprobó la primera ley que autorizaba la educación
bilingüe siempre y cuando fuese solicitada por un número
suficiente de padres; Louisiana adoptó una medida muy parecida
en 1847. Aparecieron leyes similares en otros diez estados y territorios.
En otros lugares, la escuelas bilingües funcionaban con frecuencia
sin siquiera contar con el visto bueno del estado. En las Sprachinseln
– las “islas” del idioma alemán – resultaba totalmente natural
enseñar a los niños en la lengua vernácula
de la comunidad (Hawgood, 1940). En las primeras escuelas financiadas
por los contribuyentes en el estado de Texas y creadas en 1855 en
la población de New Braunfels, la enseñanza se impartía
únicamente en alemán. En 1888, el supervisor de los
centros de enseñanza de Missouri se quejaba de que en muchas
zonas rurales del estado no había suficientes profesores de
habla inglesa (Kloss, 1998). En Illinois, se hizo obligatorio impartir
enseñanza únicamente en inglés en el año 1845,
seguido por California en 1855. En la práctica, sin embargo,
a menudo se ignoraban estas prohibiciones de enseñanza en
otros idiomas (Baron, 1990; Pitt, 1966). Las autoridades educativas
de ciudades tales como Indianapolis, St. Louis y Cincinnati no veían
ninguna contradicción entre los objetivos de asimilación
y bilingüismo, e implantaron la educación bilingüe
para así adaptarse a los deseos de los inmigrantes alemanes que
querían conservar su legado cultural en América. Si
se les negaba esta posibilidad en los centros públicos, los
padres podían optar por matricular a sus hijos en centros luteranos
o católicos donde la enseñanza se impartía por
completo en alemán. Así pues, el objetivo perseguido por
la enseñanza en inglés y alemán, en el caso de
muchos consejos escolares públicos, consistía en acercar
a los alumnos inmigrantes al idioma y cultura mayoritarios (Schlossman,
1983).
Mientras tanto, los intentos encaminados
a asimilar a los niños americanos nativos adoptaron un planteamiento
mucho más brutal: el genocidio cultural se convirtió
en una característica explícita de la estrategia militar.
En el informe de la Indian Peace Commission de 1868, donde se planteaban
sus recomendaciones respecto a cómo pacificar a los Sioux
y a las tribus de otras mesetas, las conclusiones apuntaban hacia
lo siguiente: “Dos terceras partes de los problemas que padecemos
hoy en día tienen que ver con las diferencias de idioma. …
Deberían abrirse escuelas y obligar a los niños a acudir a
las mismas; de esta manera, sería posible erradicar sus bárbaros
dialectos y sustituirlos por el inglés” (Atkins, 1887). Guiado
por esta filosofía, el gobierno federal estableció
un sistema de internados en 1879. Aquellos alumnos que eran sorprendidos
hablando sus propias lenguas tribales y que incumplían, por
tanto, las normas de “solamente hablar en inglés” eran castigados
severamente. Posteriormente se adoptaron políticas similares
para niños mejicanos en el sudoeste (Comité Norteamericano
sobre Derechos Civiles, 1972). En 1898, y tras hacerse con el control
de la colonia de Puerto Rico, Estados Unidos inició un esfuerzo
que duraría 50 años – y que al final resultó
inútil – para imponer el inglés como idioma principal de
enseñanza en contra de la voluntad cuasi-unánime de
los habitantes de la isla (Osuna, 1949). Estos ejemplos reflejan un
planteamiento muy habitual en la política lingüística
de Estados Unidos: las medidas coercitivas se han aplicado más
rápidamente contra pueblos conquistados y colonizados que contra
los europeos inmigrantes de raza blanca. Pero los inmigrantes también
iban a padecer el mismo azote.
Aunque la educación bilingüe
inició su declive hacia 1890, especialmente en las zonas
urbanas, las encuestas llevadas a cabo en 1900 señalaban
que 600.000 niños en la fase de educación elemental
– aproximadamente un 4% del total de matriculados a nivel nacional –
seguían recibiendo todo o parte de su enseñanza en
alemán (Kloss, 1998).[2]
En 1915, casi uno de cada cuatro alumnos norteamericanos de secundaria
estudiaban el alemán como idioma extranjero (Zeydel, 1961).
La política cambió radicalmente
cuando Estados Unidos entró en guerra con Alemania. Las diferencias
lingüísticas, totalmente asumidas en una nación
de inmigrantes, se politizaron. Se trataba, en parte, de una forma
de responder a las preocupaciones relacionadas con la seguridad
interna: en varios estados se aprobaron decretos que prohibían
utilizar el idioma del enemigo en asambleas públicas, servicios
religiosos, acontecimientos culturales e incluso en conversaciones
telefónicas (Wittke, 1936; Higham, 1988). La mayoría de las
escuelas eliminaron todos sus procedimientos de enseñanza
en alemán. A menudo, estas prohibiciones también se
aplicaron a centros religiosos – aunque estas leyes fueron declaradas
anticonstitucionales por el Tribunal Supremo de Estados Unidos (Meyer
v. Nebraska, 1923). Fue durante este período cuando se introdujo
la enseñanza del español a gran escala en Estados Unidos,
aunque se produjo un declive general en el estudio de idiomas modernos.
Llegado el año 1923, treinta y cuatro estados obligaron a
los centros, tanto públicos como privados, a utilizar el inglés,
y nada más que el inglés, como idioma para la enseñanza
(Leibowitz, 1969).
Las restricciones lingüísticas
se intensificaron como consecuencia de una actitud de intolerancia
hacia los “nuevos inmigrantes” que llegaban desde el este y sur
de Europa. Se decía que tardaban en dominar el idioma inglés
y en adaptarse a las costumbres americanas. Se comparaba a estos
italianos, judíos, eslavos y griegos de forma negativa con
los “viejos inmigrantes” procedentes de las Islas Británicas,
Alemania y Escandinavia (U.S. Immigration Commission, 1911). Los primeros
se convirtieron en el objetivo de la así llamada “campaña de
americanización”, puesta en marcha antes de la guerra por industriales
tales como Henry Ford. Teniendo como trasfondo los temores relacionados
con la lealtad de la población germano-americana, las acciones
realizadas recibieron el apoyo del gobierno norteamericano. Su lema
central era que los recién llegados serían bien acogidos
en América siempre y cuando respetasen la tradición
del “crisol de culturas” y se adaptaran adecuadamente. Esto no solamente
significaba que debían jurar su lealtad a Estados Unidos,
sino también desprenderse de todo rasgo cultural extranjero,
especialmente del idioma. La población inmigrante fue objeto
de la propaganda que alababa los beneficios de la asimilación
y algunas veces fue sometida a un proceso de discriminación
directa (Higham, 1988). El ex-presidente Theodore Roosevelt incluso
propuso deportar a aquéllos que no fueran capaces de aprender
a hablar inglés en un período de cinco años
después de su llegada al país. A modo de explicación,
decía lo siguiente:
“En este país solamente hay sitio para un idioma,
que es el inglés, ya que nuestra intención es que
el crisol de culturas convierta a nuestras gentes en americanos,
de nacionalidad americana, y no así en personas que viven
en una casa de huéspedes políglota” ([1919] 1926:
XXIV, 554).
La educación bilingüe fue una
de las áreas perjudicadas durante este período. En
el nombre de la americanización se puso fin a la enseñanza
a los inmigrantes en su propio idioma materno con la excepción
de algunas zonas rurales y escuelas parroquiales – y no volvió
a reaparecer durante casi medio siglo. Fue a principios de los 60
cuando renació la educación bilingüe en Miami entre
los exiliados procedentes de la Cuba de Castro, quienes recibieron
numerosas facilidades de las autoridades federales y estatales. Poco
tiempo después sucedió lo mismo en el sudoeste con los
americanos de origen mejicano y los indios, y en el noreste con los
portorriqueños. Al principio, sin embargo, estos experimentos
tenían más que ver con los problemas educativos relacionados
con la pobreza y el dominio limitado del inglés que con el
mantenimiento de español o el navajo.
Es irónico que la Ley de Educación
Bilingüe de 1968 apareció durante lo que era, lingüísticamente
hablando, el período menos variado de la historia americana.
Debido a las estrictas cuotas de inmigración impuestas en
los años 20, la población del país nacida fuera
de él cayó hasta un 4.7% en el censo de 1970. Quizá
es por ello que la política de apoyo a la instrucción
en lengua nativa no creó controversia en aquel momento; pocos
americanos se preocupaban acerca del impacto de los grupos que no
hablaban inglés. Esto cambiaría pronto, como resultado
de la liberalización de las leyes de inmigración. En el
año 2000, la población inmigrante alcanzaba el 11.1%
y más de 1 de cada 6 residentes decía hablar en casa
otra lengua distinta del inglés. Las minorías lingüísticas
han crecido el 153% en los últimos 20 años, los hablantes
de inglés sólo el 15% (Crawford, 2002).
Estos cambios demográficos han traído
dramáticos efectos políticos. Incluso cuando el monolingüismo
es una anomalía histórica en los Estados Unidos, para
la mayoría de los americanos que se hizo mayor de edad durante
la segunda mitad del siglo XX es considerado la norma. Hasta muy
recientemente, pocos estaban acostumbrados a escuchar en contextos
públicos lenguas distintas del inglés. La tendencia al
bilingüismo, combinada con nuevas políticas gubernamentales
para acomodarla, han provocado fuertes reacciones. Un activo movimiento
“inglés solamente” emergió en los Estados Unidos durante
los 80, promoviendo legislación para que el gobierno redujera
la mayor parte de usos de otras lenguas. De nuevo la educación
bilingüe es el blanco de los ataques políticos.
3. Los Tres Paradigmas
Las políticas lingüísticas
descritas anteriormente fueron adoptadas por razones que poco tenían
que ver con los méritos pedagógicos de la educación
bilingüe o con la ausencia de los mismos. Fueron perfiladas
por una serie de fuerzas no relacionadas directamente con el lenguaje:
la influencia política de determinadas comunidades de inmigrantes,
la estrategia militar llevada a cabo contra los indios; los imperativos
del dominio colonial, el nativismo contra los inmigrantes “exóticos”,
la histeria propia de las épocas de guerra, las políticas
de contención de la Guerra Fría, y las reformas sociales
para ayudar a grupos menos privilegiados. A lo largo de los años,
la actitud adoptada por los americanos respecto al idioma ha reflejado
las mismas influencias externas. Quizás como resultado de
ello Estados Unidos no ha desarrollado nunca una política
lingüística coherente, planificada a conciencia y de
alcance nacional, para abordar las necesidades prácticas en
campos tales como la educación, el derecho, el comercio y la diplomacia
– y únicamente planes fragmentarios, ad hoc, y contradictorios.
Las preocupaciones simbólicas han servido como elemento guía
a la hora de tomar decisiones, especialmente en estos últimos
años en los que la hostilidad hacia los inmigrantes ha encontrado
expresión en las campañas “inglés solamente”
(Crawford, 1992, 2000).
Ruíz (1984) identifica tres diferentes
“orientaciones en la planificación lingüística”
o maneras de conceptualizar temas y formular políticas. La
lengua como problema recalca la mitigación de responsabilidades,
tales como el tratamiento aplicado a trastornos académicos
entre alumnos con dominio limitado del inglés (limited-English-proficient
students o LEP). La lengua como derecho hace hincapié
en resolver las reivindicaciones contrapuestas de grupos minoritarios
y mayoritarios, tales como el de garantizar el acceso de alumnos
LEP al currículum escolar. La lengua como recurso recalca
el aprovechamiento del capital humano para animar a los alumnos
LEP a conservar y desarrollar sus idiomas maternos. En base a un
análisis un tanto simplista, podría afirmarse que cabe clasificar
la diversidad lingüística como una maldición, una
demanda judicial o una oportunidad.
Aunque esta tipología resulta útil
a la hora de describir políticas lingüísticas
post factum, en pocas ocasiones aparecen sus facetas
más ideales en las deliberaciones del mundo real. Las ideologías
lingüísticas son más específicas. Su papel en
el diseño de diferentes políticas se circunscribe al
contexto de movimientos y programas más amplios. Por ejemplo,
y a lo largo del siglo pasado, la actitud americana ante la educación
bilingüe se ha dividido en tres paradigmas que más o
menos corresponden a las categorías de Ruíz.
Un paradigma asimilacionista, legado
de la era de la americanización, considera que el dominio
limitado del inglés viene a ser como una incapacidad que hay
que superar lo más rápidamente posible para que las
minorías puedan incorporarse a la cultura dominante (es decir,
monolingüe) y evitar así que se conviertan en una carga para
la sociedad o en una fuerza divisora. Este paradigma tiende a rechazar
la dependencia del alumno de su idioma materno, al temer que podría
ralentizar el proceso asimilativo. En primer lugar, la educación
bilingüe podría servir como una “muleta” que limitaría
la motivación de un niño respecto a aprender inglés;
en segundo lugar, podría servir como inspiración para
la conciencia étnica en lugar de para una lealtad sin fisuras
hacia Estados Unidos. En 1923, un alto cargo del área de la
educación en Texas dejó muy claro lo siguiente:
“Siempre de manera segura, un estado únicamente podrá
admitir a aquellos residentes que sean capaces de asimilar – aquéllos
que sean capaces de adoptar su estilo de vida, su idioma y sus conceptos
de ciudadanía y gobierno. ... ¿Pero qué pasa
con aquéllos que, aunque se beneficien de las ventajas que
nuestros antepasados obtuvieron de las tierras arrancadas a México,
no desean incorporarse a nuestra ciudadanía? ¿Aquellas
personas que prefieren conservar, aquí mismo, el idioma de la
madre patria y que se aferran a las costumbres e instituciones que
generaron en parte las condiciones que les hicieron buscar refugio en
tierras más afortunadas? ... Esta es la tierra de la libertad,
¿pero no nos ha enseñado la guerra que, en gran medida,
determinados tipos de libertad son inseguros incluso en un país
democrático?” (p. 23)
En Texas incluso llegaron a considerar delito
la utilización de otro idioma que no fuese el inglés
en las aulas; fue a finales de 1970 cuando se demandó a un
profesor de historia en virtud de lo estipulado en este estatuto.[3]
Durante varias décadas, a los niños americanos de
origen mejicano se les aplicó el planteamiento de “húndete
o nada” – es decir, no se les daba ningún tipo de ayuda especial
para que aprendieran el inglés y así es como habitualmente
iban quedándose rezagados en la escuela. Como resultado de
ello, tuvieron algunos de los niveles de fracaso escolar más
altos del país. Así sucedió en Texas, donde
casi la mitad de los americanos de origen mejicano fracasaron en su
intento de terminar los estudios en el instituto en el año 1969
y solamente un 16% de los mismos pasaron al nivel de educación
superior. Ese mismo año, solamente uno de cada veinte alumnos
hispanohablantes residentes en el sudoeste del país recibió
alguna forma de enseñanza con el inglés como segundo
idioma (Comité Norteamericano de Derechos Civiles, 1971,
1972). Los elevados niveles de fracaso académico no solamente eran
habituales entre hispanohablantes, sino también entre americanos
de origen asiático y, evidentemente, entre indios americanos.
Fue una crisis que el Congreso abordó rápidamente mediante
la aprobación de la Ley sobre Educación Bilingüe
de 1968. No se registró ninguna oposición a la misma.
Por aquel entonces, y como resultado de
la movilización social de los años 60, ocupó
un lugar destacado el paradigma de igualdad de oportunidades.
Sin embargo, el programa sobre derechos civiles de las minorías
lingüísticas difería, en cierta medida, de lo
que deseaban conseguir los afroamericanos en cuanto a eliminar la
segregación en las escuelas y otros lugares públicos. Para
aquellos niños que no entendían el inglés, la
“igualdad” de trato en las aulas donde solamente se hablaba el inglés
significaba que no tenían las mismas oportunidades de éxito.
De ahí que los litigios promovidos por sus padres adoptaran
una fórmula diferente. Querían conseguir un trato “especial”
que ayudara a los alumnos a superar barreras lingüísticas que
hacían que la escuela fuese totalmente incomprensible. En
Lau v. Nichols (1974), un caso en el que se vieron implicados niños
que hablaban chino en San Francisco, el Tribunal Supremo de los Estados
Unidos resolvió el problema. En su sentencia unánime
decía lo siguiente:
“El hecho de facilitarles a los alumnos las mismas
instalaciones, libros de texto, profesorado y currículum no significa
que exista igualdad de trato; a los alumnos que no entienden el
inglés se les priva de una educación adecuada. Las
destrezas básicas del inglés se encuentran en el
epicentro de lo que enseñan estos centros públicos.
La imposición de un requisito tal que, antes de que pueda participar
en el programa educativo de forma efectiva, el alumno deba haber
adquirido de antemano dichas destrezas básicas pasa por
ser una burla de la educación pública. Sabemos que
aquellos que no entienden el inglés van a encontrar sus
experiencias en el aula totalmente incomprensibles y carentes
de sentido.” (p. 565)
El Tribunal no especificó cuales
eran los medios pedagógicos para conseguir la igualdad de oportunidades
en el caso de alumnos LEP. Sin embargo, al aplicar la sentencia
de Lau y la legislación correspondiente,[4]
el Departamento Federal de Educación dio órdenes a
numerosos distritos escolares para que éstos proporcionasen
enseñanza bilingüe cuando resultara práctico hacerlo
así; se estimaba que la enseñanza ESL (English as
a Second Language o inglés como segunda lengua) era insuficiente
por sí sola. Para finales de 1970 varios estados habían
adoptados requisitos parecidos. Se pensaba que el uso del idioma materno
de los alumnos LEP sería una alternativa prometedora (si bien
no se había demostrado nada hasta entonces) al predominante
abandono de sus necesidades.
Como resultado de los imperativos legales,
se extendió ampliamente la educación bilingüe
dirigida a niños inmigrantes en los Estados Unidos, en relación
con otras naciones que también acogían a inmigrantes.
Aunque esta política fue adoptada y hubo muy poco debate
público (Crawford, 1999), generó una intensa oposición
y sigue siendo polémica en la actualidad. Los más
críticos han dicho que, antes de imponer la educación
bilingüe como solución para temas de derechos civiles,
las autoridades estatales y federales deberían facilitar pruebas
sobre su efectividad.
De hecho, estas pruebas se han ido acumulando
a lo largo de las últimas tres décadas. Aunque el
uso del idioma nativo no es la panacea para alumnos LEP, cuyos malos
resultados a menudo provienen de otras fuentes tales como la pobreza,
la inestabilidad familiar, el fracaso escolar y el analfabetismo
en el hogar, hay muchos estudios que demuestran los beneficios derivados
de los enfoques bilingües (véase el artículo de
August y Hakuta, 1997). Sin embargo, la mayoría del público
americano desconoce esta investigación. En cualquier caso,
sus hallazgos son contrarios a toda intuición. ¿Cómo
puede la enseñanza en español ayudar a un niño
a aprender inglés? Los más escépticos señalan
que el objetivo no es la enseñanza del inglés – una
sospecha que carece de fundamento en la gran mayoría de programas
bilingües, pero que no resulta del todo irrazonable cuando los
educadores transmiten mensajes poco nítidos acerca de sus
prioridades.
Existe otro fundamento aplicable a la educación
bilingüe que ha adquirido popularidad en estos últimos
años: un paradigma multicultural que recalca los beneficios
del bilingüismo más que la integración en una
cultura dominada por el inglés. Este paradigma surgió
de una crítica de la educación asimilacionista por
devaluar las culturas de los alumnos minoritarios y así dañar
su autoestima, alejarles de los centros de enseñanza y obstaculizar
cualquier avance académico. Se considera que el apoyo y la
validación del idioma nativo sirven como un acicate para el
alumno LEP, mediante la transformación de las “relaciones
coercitivas del poder” existentes en el centro escolar en un espejo
de aquellas que imperan en la sociedad (Cummins, 1996). Se aboga,
además, por el “bilingüismo aditivo” – que consiste en
adquirir un segundo idioma sin perder el primero – como sustituto
del enfoque “sustractivo” que caracteriza a la mayoría de los
programas norteamericanos para alumnos LEP, incluidos también
muchos programas bilingües de transición de salida rápida
(Lambert, 1984). Entre los beneficios derivados de hablar dos o más
idiomas con fluidez se citan ventajas de tipo cognitivo, académico,
cultural y profesional (Snow and Hakuta, 1992).
Una de las primeras versiones de este paradigma
sirvió como fuente de inspiración para la “educación
bilingüe-bicultural,” un enfoque que se deshizo del sistema
tipo crisol de culturas (melting-pot) que había predominado
en la educación americana desde la primera guerra mundial.
No es sorprendente que provocara una violenta reacción. En
una crítica muy influyente, el editor de temas educativos del
Washington Post acusó al gobierno federal de promover la “etnicidad
afirmativa”: el mantenimiento de las culturas e idiomas minoritarios.
Señalaba que, aunque fuera digna de elogio la competencia lingüística
en idiomas extranjeros, el pluralismo lingüístico planteaba
el riesgo de dividir a los americanos según grupos étnicos
y de promover un separatismo al estilo de Quebec (Epstein, 1977).
El Congreso estaba de acuerdo con esta apreciación. En 1978
hubo una votación para prohibir la financiación federal
destinada a programas de “mantenimiento” bilingües; en 1989 se
relajó la restricción, pero siguió en vigor hasta
1994.
El senador S. I. Hayakawa de California
solicitó la implantación de limitaciones más
rígidas todavía en el tema del bilingüismo sancionado
por el estado. Tras dejar el Congreso en 1983, fundó U.S. English,
un grupo que ha llevado a cabo una campaña para declarar el
inglés como idioma oficial de Estados Unidos y restringir el
uso de otros idiomas por parte del gobierno. En sus advertencias, Hayakawa
(1985) dijo que la educación bilingüe equivalía
a una educación monolingüe en español que incluso
podría dividir a los americanos y minar los vínculos
de un idioma común. U.S. English presionó con éxito
a la administración Reagan para que financiara programas no-bilingües
dirigidos a alumnos LEP tales como inmersión estructurada en
inglés (Crawford, 1999). El Ministro de Educación William
Bennett ([1985] 1992) se convirtió en defensor de este enfoque.
Decía que el gobierno federal había prestado tanta atención
a promocionar “una sensación de orgullo cultural” que “había
perdido de vista el objetivo de aprender inglés”. Desde el punto
de vista de Bennett, la Ley de Educación Bilingüe debía
volver a su objetivo inicial, es decir, a la asimilación
de niños inmigrantes.
En sus acciones de oposición contra
la nueva campaña en pro del “inglés solamente” un
grupo con base en Miami llamado Liga Hispanoamericana Contra la
Discriminación (Spanish American League Against Discrimination,
SALAD) contraatacó con la alternativa política llamada
English Plus o “inglés más” Reconocía que todos los
que viven en Estados Unidos deben dominar el inglés pero,
¿por qué limitarnos a un sólo idioma y a una
sola cultura? En lugar de insistir en un crisol de culturas que produzca
la uniformidad, ¿por qué no establecer un símil entre
América y una “ensaladera” (salad bowl) compuesta
por diferentes ingredientes? En lo referente al tema de la educación
bilingüe, SALAD argumentaba lo siguiente:
“Nos tememos que el Ministro Bennett ha perdido de vista
el hecho de que el inglés es una de las claves necesarias
para conseguir la igualdad de oportunidades en la educación,
algo que es necesario pero no suficiente. No basta con tener el
inglés. No se trata de Inglés Solamente, sino de
¡Inglés Más!... No aceptaremos el
Inglés Solamente para nuestros hijos. Queremos Inglés
Más. Inglés más matemáticas. Más
ciencias. Más estudios sociales. Más igualdad de
oportunidades educativas. Competencias tipo Inglés más competencia
en la lengua hablada en casa. ... ¡Inglés más
para todo el mundo!” (Cita en Combs, 1992, p. 217).
Este manifiesto salió en 1985 y sigue
reflejando un amplio consenso entre educadores bilingües. En
los encuentros celebrados por los profesionales de este campo es
habitual ver a la gente con alfileres o pins en las solapas que
dicen cosas tales como: El Bilingüismo es Bonito o Quien
sabe dos lenguas vale por dos o sencillamente ¡Inglés
Más! En ningún momento se olvida el tema
de la igualdad de oportunidades, aunque parece que el multiculturalismo
despierta más entusiasmo.
4. Investigación e Ideología
Los tres paradigmas de la educación
en lenguas minoritarias representan puntos de vista diferentes pero
que no son mutuamente excluyentes. Desde la perspectiva ideológica,
se centran en muchos temas parecidos – aunque vistos desde ángulos
diferentes – y existe un solapamiento considerable en sus conclusiones.
Por ejemplo, algunos asimilacionistas aceptan variedades de educación
bilingüe a corto plazo como mecanismo que facilita la transición
hasta el monolingüismo en inglés; este punto de vista
ha predominado en la política federal desde 1968. Otros se
aferran a la retórica de los derechos civiles para oponerse
a cualquier cosa que pudiera aplazar la incorporación del niño
a la corriente principal, y así justificar mandatos tipo “inglés
solamente”, como la Propuesta 227 de California (1998).
Mientras tanto, y desde un punto de vista
educativo, los paradigmas de la igualdad de oportunidades y el
multiculturalismo son más complementarios que contradictorios.
La investigación demuestra, por ejemplo, que el razonamiento
empleado en el caso de la educación bilingüe de desarrollo
– un enfoque preferido por los profesionales de este campo – está
sobredeterminado. La construcción de cimientos fuertes en
el idioma nativo de un niño ha demostrado que es efectivo
a la hora de promocionar el bilingüismo, de facilitar la adquisición
del inglés y de fomentar la consecución de logros académicos.
Aparentemente, todos los objetivos se refuerzan mutuamente. En un
estudio nacional longitudinal sobre alternativas para el programa,
Ramírez y col. (1991) comprobaron que un modelo bilingüe
de salida tardía – un enfoque aditivo caracterizado por una
transición gradual hacia el inglés – ayudaba a los
alumnos LEP a casi superar los objetivos fijados a nivel nacional
para cuando llegaban al sexto curso. Otros alumnos comparables evolucionaron
bastante peor en dos modelos sustractivos, en educación bilingüe
de salida temprana e inmersión estructurada en inglés.
Los enfoques de desarrollo incluyen la
inmersión dual (conocida también como educación
bilingüe bidireccional o de dos idiomas), un modelo en el que
los alumnos angloparlantes aprenden un idioma minoritario – generalmente
el español – en las mismas aulas que los alumnos que hablan
el idioma minoritario aprenden inglés. Las asignaturas se
imparten en ambos idiomas, y los niños de ambos grupos hacen
las veces de “tutores” de sus compañeros, algo imposible de hacer
en los programas bilingües “unidireccionales” o de inmersión.
Aunque todavía no se hayan publicado datos acerca de estudios
controlados de inmersión dual, los resultados filtrados sí
que son prometedores para ambos grupos, tanto en términos
de resultados académicos como de bilingüismo. Los alumnos
pertenecientes a la minoría lingüística, sin embargo,
suelen alcanzar niveles más altos de competencia en el segundo
idioma (Lindholm-Leary, 2001).
Los paradigmas relacionados con la educación
de las minorías lingüísticas no solamente dependen
de la investigación para conseguir su validación,
sino que también influyen sobre las cuestiones planteadas
por la investigación. Generalmente, los estudios a gran escala
financiados por el Departamento de Educación norteamericano
se han convertido en informes de “consumo”: ¿“Funciona”
la educación bilingüe lo suficientemente bien en la
práctica como para justificar el coste que ha de soportar
el gobierno federal? Dicho de otra manera: ¿Sirve
este enfoque para enseñar el inglés de manera rápida
y efectiva en comparación con otras metodologías alternativas?
En el primer estudio de esta naturaleza llevado a cabo por el American
Institutes for Research (AIR) se creó un grupo compuesto por
programas etiquetados como bilingües, se hizo un seguimiento
de los logros de los alumnos a lo largo de siete meses y “no se detectó
ningún impacto significativo ni consistente” – lo cual no
sorprendió a nadie – (Danoff et al., 1978). Si hubiesen trabajado
con un paradigma que no se ciñera tanto a la asimilación
rápida, los investigadores podrían haber estudiado
los efectos a más largo plazo, o haber analizado los componentes
de los programas más y menos beneficiosos, o intentar desarrollar
modelos teóricos que aportaran información a la práctica
educativa. En lugar de ello, el estudio del AIR se preocupó
principalmente por los resultados más primordiales: ¿qué
programa producía los mejores resultados finales – el bilingüe
o el que únicamente se impartía en inglés?
Baker y Kanter (1983) también utilizaron
el mismo tipo de planteamiento como punto de referencia en su revisión
de la bibliografía y cuya intención final pasaba por
saber si se podían justificar o no las políticas federales
a favor de la enseñanza en el idioma materno. Su trabajo
se inició con el rechazo de los estudios más primarios
puesto que decían no eran adecuados desde el punto de vista
metodológico. Tras recurrir a definiciones polémicas para
los programas – por ejemplo, utilizaron la inmersión en francés
para anglófonos en Canadá a modo de plantilla para
la inmersión en inglés de las minorías lingüísticas
de Estados Unidos[5] – llegaron a la conclusión
de que la educación bilingüe era inferior a la inmersión
total en el inglés o incluso inferior a “no hacer nada” para
a ayudar a los alumnos LEP a superar la barrera lingüística.
Los hallazgos de Rossell y Baker (1996) eran prácticamente
idénticos y en su teoría decían que el tiempo dedicado
a una tarea – es decir, el nivel de exposición al inglés
en el centro – era la variable clave en la adquisición del
inglés.
Estos puntos de vista han sido duramente
criticados por otros investigadores. Willig (1985) y Greene (1998)
llevaron a cabo un meta-análisis bastante similar y aplicaron
criterios consistentes para la inclusión o exclusión
de estudios en base a una metodología y, como consecuencia
de ello, sacaron diferentes conclusiones. En líneas generales,
el meta-análisis descubrió una pequeña, aunque
significativa, ventaja a favor de los alumnos que recibían educación
bilingüe – cuando se comprobó su nivel de lectura en
inglés y sus destrezas en matemáticas – aunque su exposición
al inglés fuese significativamente inferior al de sus compañeros
incluidos en los programas impartidos totalmente en inglés.
Aquí es donde surgen con fuerza detalles en contra de la
teoría del tiempo dedicado a una tarea.
Ramírez y col. (1991), autores del
último estudio federal importante que haya sido publicado,
se distanciaron del paradigma de la asimilación. En lugar
de ceñirse a si el idioma nativo se utilizaba o no, analizaron
una gama de modelos pedagógicos y reconocieron que todos los
programas etiquetados como “bilingües” no son iguales. Sus hallazgos
confirmaron la presencia de un marco teórico diferente, cuya
influencia fue aumentando a lo largo de la década de los ochenta:
a largo plazo, parece ser que la inversión en el planteamiento
del bilingüismo estaba generando dividendos cognitivos y académicos.
Cummins (1981) y Krashen (1981) fueron los
primeros en desarrollar este marco que recalcaba la posibilidad
de transferir destrezas y conocimientos entre el idioma materno
de los alumnos y otros idiomas adicionales que pudiesen adquirir.
Krashen (1996) explica lo siguiente:
“Cuando impartimos enseñanza de calidad para los niños
en su idioma primario, les damos dos cosas:
1. Conocimientos, tanto conocimiento generales sobre el
mundo como conocimientos relacionados con asignaturas. Los conocimientos
que obtienen los niños a través de su primer idioma
les ayudan a comprender mejor el inglés que oyen y leen.
Esto produce como resultado un mayor nivel de adquisición
...
2. La alfabetización, que se traslada de un idioma
a otro. Tenemos aquí un sencillo argumento, dividido
en tres pasos y que sirve como apoyo para trasladar la alfabetización
desde el primer idioma al segundo:
(1) Tal y como han argumentado Frank Smith y Kenneth Goodman,
aprendemos a leer leyendo, dándole sentido a lo que vemos
en la página. ...
(2) Si aprendemos a leer leyendo, resultará mucho
más fácil aprender a leer en un idioma que ya
entendemos.
(3) Una vez que sabes leer, puedes leerlo todo. La capacidad
de leer se transfiere entre idiomas.” (pp. 3-4)
Numerosos estudios empíricos han confirmado el principio
de transferencia, incluso entre idiomas muy diferentes tales como
el chino y el inglés, el japonés y el inglés,
el hebreo y el inglés, el turco y el holandés (Krashen,
1996; Cummins, 2000).
Por tanto, el tiempo dedicado al aprendizaje
del idioma materno no es tiempo perdido. La educación bilingüe
no solamente es más eficiente sino también más
humana que el intentar enseñar a alumnos LEP en un ambiente
que les resulta muy difícil de comprender. Además,
ofrece la posibilidad de alcanzar altos niveles de destreza tanto
en el idioma materno como en inglés, es decir, bilingüismo
y bialfabetismo, sin afectar para nada a los resultados académicos
del alumno. De esta forma se alcanzan los objetivos del multiculturalismo
y la igualdad de oportunidades.
Gracias a los esfuerzos del Grupo de Trabajo
de Stanford (Stanford Working Group), compuesto por investigadores
y expertos y financiado por la Fundación Carnegie (Hakuta
et al., 1993), esta orientación llegó a impactar sobre
la política federal. Cuando se volvió a redactar la
Ley de Educación Bilingüe en 1994, dio prioridad de financiación,
por primera vez, a programas que “permitan desarrollar competencias
bilingües tanto en inglés como en otro idioma para todos los
alumnos que participen” (P.L. 103 382, Sec. 7116). La administración
Clinton dio un fuerte apoyo retórico, que no siempre resultó
práctico, a planteamientos pedagógicos de ésta
índole – especialmente de inmersión dual (Riley, 2000).
De forma simultánea, la orden del
día en investigación bilingüe empezó a
restar importancia a aquellos estudios que buscaban la manera más
rápida de enseñar el inglés. Al fin y al cabo, no
existía ninguna razón para “reinventar la rueda.” La
mayoría de los investigadores en adquisición de segundas
lenguas opinaban que la educación bilingüe era beneficiosa.
Sin embargo, el idioma empleado en la enseñanza era sólo
una variable entre las muchas que determinan el fracaso o el éxito
académico – una variable fácil de politizar por conflictos
sociales más amplios relacionados con la asimilación
y el pluralismo. Como resultado de todo ello, se ha exagerado la importancia
que tiene la investigación encaminada a evaluar la efectividad
de programas únicamente definidos por el idioma, trasladando
así a un segundo plano aquellos análisis que podrían
resultar más útiles para los profesionales. En un
informe confidencial publicado por el Consejo Nacional de Investigación
(National Research Council, NRC) se decía que “el
tema clave no consiste en encontrar un programa que funcione para
todos los niños y en todas las localidades, sino en hallar
un conjunto de componentes que funcionen para los niños de
la comunidad objeto de nuestro interés, teniendo siempre en
cuenta los objetivos, los recursos y los aspectos demográficos
de dicha comunidad.” La NRC recomendó establecer un programa
de investigación que se ciñese a las “intervenciones basadas
en teorías”: investigación básica acerca de las
necesidades de personas que aprenden un segundo idioma y cómo
dirigirse a ellos (August y Hakuta, 1997, p. 138).
Un programa de esta naturaleza debería
generar una mejoría. Sin embargo, la definición de
las cuestiones que hay que investigar sigue dependiendo, en gran
medida, de los objetivos políticos. Además sigue imperando
un clima de confusión en todo lo referente a la educación
bilingüe. Aunque la igualdad de oportunidades y el multiculturalismo
sean compatibles en determinados aspectos, en otros resultan contradictorios.
En estos últimos años, el predominio de este último
paradigma ha favorecido más a la investigación cualitativa
que a la cuantitativa, prestando atención a áreas tales
como:
• el contexto social y cultural del
aprendizaje,
• la identidad y las relaciones de poder
en los centros, y
• la etnografía de la comunicación
en el aula.
Por otro lado, ha restado importancia a cuestiones relacionadas
con facilitar la transición hacia el inglés, tales
como:
• cómo definir y valorar la competencia
limitada en inglés,
• cómo determinar la cantidad y
tipo de ayuda lingüística que necesitan los alumnos
LEP para llegar a ser alumnos con dominio total del inglés
(fluent-English-proficient o FEP),
• cómo fijar criterios mínimos
para evaluar programas, sean o no bilingües, para que los
alumnos LEP puedan acceder al currículum predominante.
Por ejemplo, un tema político clave tiene
que ver con cuánto tarda un niño en adquirir el inglés
como segundo idioma – no solamente el “inglés que se habla
en el patio”, ni destrezas de comunicación oral, sino el “inglés
académico”, el idioma descontextualizado y cognitivamente
exigente que necesitan para el colegio. Las respuestas directas han
resultado evasivas debido a lo difícil que resulta evaluar
destrezas lingüísticas independientemente de destrezas
académicas tales como la alfabetización (MacSwan y Rolstad,
en prensa). En su lugar, los investigadores han recurrido al parámetro
de los resultados conseguidos en exámenes de inglés
como elemento indicador del nivel de dominio del inglés académico,
analizando así el tiempo que tardan los alumnos LEP en “alcanzar”
a los angloparlantes nativos en cuanto a puntuación en evaluaciones.
Una vez realizada la extrapolación correspondiente en base
a tales parámetros, los estudios señalan que un niño
necesita, como mínimo, y por término medio, siete años
de estudio para adquirir un segundo idioma para fines académicos
(Cummins, 1981; Collier y Thomas, 1989). Se trata, evidentemente,
de un planteamiento muy básico, como mucho. Supone que la “diferencia
de logros” entre alumnos pertenecientes a minorías y mayorías
lingüísticas se debe únicamente a factores lingüísticos,
cuando otros factores son ampliamente reconocidos – el estatus socioeconómico
en particular –. De ahí que tantos niños LEP necesiten
bastante más tiempo para mejorar su nivel de rendimiento académico
que para entender el inglés que se utiliza en una clase inmersa
en la corriente principal.
En la práctica, la mayoría
de los alumnos abandonan los programas bilingües de transición
o ESL en cuestión de tres o cuatro años, y un gran
número sobresale en los centros a partir de ese momento.[6]
Sin embargo, muchos educadores dicen que si el bilingüismo
es bueno para el desarrollo académico del niño, sin
hablar de sus futuras perspectivas laborales, ¿por qué
preocuparse por el tiempo que tengan que permanecer en programas
bilingües? Si un alumno LEP mejora a la larga, ¿a quién
le importa el hecho de que los centros tarden entre cinco y siete
años en enseñarles el inglés?
Está claro qué le importa
al público norteamericano. También les importa a los
legisladores federales y estatales, quienes en los años 90
empezaron a sobrepasar límites arbitrarios – por lo general
tres años – del tiempo que podrían pasar los niños
en aulas bilingües. Fue entonces cuando los votantes de California y
Arizona impusieron un sistema de un año, totalmente en inglés
para la mayoría de los alumnos LEP, prohibiendo prácticamente
el uso de sus idiomas nativos. El paradigma asimilacionista se afirmó
de manera vengativa y cogió a los investigadores y profesional
bilingües totalmente desprevenidos. La evidencia científica
relacionada con la adquisición del idioma no desempeñó
ningún papel en estas decisiones políticas. Sin embargo,
y aunque sus defensores aprendan a comunicar esta evidencia mejor
ante el público, será necesario tener los objetivos más
claros para transformar la política de educación bilingüe.
5. “Inglés para los niños”
Las campañas pro legislación
“inglés solamente” tuvieron un importante auge durante los
80, a medida que numerosos estados aprobaron declaraciones en las
que se decía que el inglés era su único idioma
oficial.[7] Transcurrido un periodo de
inactividad, el movimiento nació de nuevo en el clima antiinmigrantes
de mediados de los noventa y consiguió un breve apoyo de los
republicanos en el Congreso. Bajo la presidencia del Portavoz Newt
Gingrich, la Cámara de representantes norteamericana aprobó
una “Ley del Idioma Inglés” que restringía el uso de
cualquier otro idioma por parte del gobierno.[8]
Pero los líderes de los partidos políticos pronto abandonaron
la causa cuando comprobaron que enfurecía a la población
hispana – el sector del electorado norteamericano que crece más
rápidamente – sin producir demasiado entusiasmo entre los nativistas
conservadores (tendencia política antiinmigrantes). Una vez
más, aquellos que únicamente abogaban por el inglés,
y cuyo racismo quedaba patente, se quedaron en las parcelas extremistas
de la política norteamericana. Ninguna de sus medidas legislativas
tuvo un efecto directo sobre la educación bilingüe.
Sin embargo, pronto cambiaría la
situación con la llegada de una fórmula más sofisticada
de activismo a favor del inglés como único idioma. En
1997, un multimillonario diseñador de software llamado Ron
Unz lanzó una campaña a favor de prohibir la educación
bilingüe a través de las urnas – primeramente en California,
y después en otros estados donde se pueden tramitar leyes a
través del proceso de votación en las urnas.[9]
Unz carecía de conocimientos en este campo, pero sí
se percató de sus vulnerabilidades. El público se mostró
escéptico puesto que los niños estaban aprendiendo inglés
en aulas bilingües; así que Unz utilizó el título
de “English for the Children” (Inglés para los Niños)
para su campaña. En lugar de atacar a los inmigrantes, se
presentó como su defensor ante centros escolares que no respondían
adecuadamente. Como protección complementaria contra cualquier
acusación de racismo, contrató a latinos y a americanos de
origen asiático para que hiciesen de portavoces de su organización
y se hizo eco de las exigencias planteadas por algunos padres inmigrantes
procedentes de México respecto a enseñar más
en inglés. Basándose en un dato estadístico
confuso que decía que solamente entre el 5 y el 7% de los
alumnos LEP eran reclasificados como alumnos FEP cada año, Unz decía
que la educación bilingüe tenía una “tasa anual
de fracaso del 95%” (English for the Children, 1997). En su iniciativa
proponía incluir prácticamente a todos los alumnos LEP
en un programa de “inmersión en el inglés protegida...
que normalmente no excediera de un año” (Propuesta 227, 1998;
Art. II, Sec. 305). Los padres podrían solicitar “renuncias” a
este requisito, aunque sus alternativas y derechos quedarían
muy limitados. Aquellos educadores que infringiesen la norma de sólo
enseñar en inglés serían penalizados con fuertes
multas. Por último, no se podría derogar ni enmendar
la ley a través del proceso legislativo normal, sino solamente
con dos tercios de los votos o mediante otro proceso de votación.
English for the Children fue popular
desde el principio y las encuestas de opinión desvelaron
que una gran mayoría de los californianos estaba a favor
de la iniciativa.[10] Mientras tanto, la campaña
del No a la propuesta 227 montó una oposición ineficaz.
Reconociendo que existían muchos malentendidos respecto a
la educación bilingüe, abandonaron sus intentos de cambiar
el punto de vista de los votantes sobre el programa – por ejemplo,
explicándoles como se enseña el inglés en él
– en el corto espacio de tiempo disponible. Eso lanzó una directriz
desmoralizante para los voluntarios de la campaña: “NO os
metáis en una discusión para defender la educación
bilingüe” (Citizens for an Educated America, 1998).
La propuesta 227 fue aprobada sin ningún
problema, el 61% contra el 39%. Cuando se les preguntó por
qué tenían la intención de votar a favor, casi
tres de cada cuatro defensores dieron como respuesta lo siguiente:
“Si vives en América, necesitas hablar inglés” para
tener éxito en la escuela y en la sociedad (encuesta de opinión
de Los Angeles Times, 1998). Desde luego, no se trata de una
opinión muy original, pero hay que situarla dentro de su contexto.
Además, los votantes opinaban que la educación bilingüe
solamente servía para distraer al alumno del inglés,
y no para adquirirlo. Esta falsa idea ha sido el obstáculo
más importante para la aceptación del programa. Además,
ha permitido que las fuerzas que únicamente están a favor del
inglés, bajo el liderazgo de Ron Unz, se apropien del paradigma
de la igualdad de oportunidades para sus propios fines. En lugar
de culpar a los inmigrantes por su fracaso en el proceso de asimilación,
tal y como ha sucedido en el pasado,[11]
ahora defienden el “derecho” de los inmigrantes a aprender inglés
contra las políticas gubernamentales que intentan impedirlo
de forma descarada.
En respuesta, el razonamiento multicultural para
la educación bilingüe no ha servido de ayuda a esta
situación. Incluso es posible que haya hecho daño.
Aunque existen fuertes argumentos a favor de conservar y desarrollar
los recursos lingüísticos de Estados Unidos – cuya gran
escasez pone en peligro la seguridad nacional[12]
– una política de esta naturaleza debería ser catalogada
como una alta prioridad del gobierno. Tampoco ha generado un enorme
entusiasmo entre el público. Prácticamente todo el
mundo, incluido también Unz (1997), habla sobre “la importancia
práctica del bilingüismo”. Sin embargo, muy pocos americanos
monolingües están dispuestos a hacer algo respecto a
esta noción, o de manera directa aprendiendo ellos mismos
otro idioma, o de forma indirecta, dando su apoyo a otros para que
puedan contar con más oportunidades de aprender un idioma.
A lo largo de las dos últimas décadas se ha producido una
explosión en la diversidad lingüística de Estados
Unidos. En la actualidad, y debido fundamentalmente a la inmigración,
más de uno de cada seis residentes en Estados Unidos hablan
otro idioma que no es el inglés en el hogar. Sin embargo,
las comunidades de idiomas minoritarios rara vez son catalogadas
como fuente de destrezas lingüísticas capaces de satisfacer
necesidades nacionales. Tampoco se reconoce a gran escala el papel
potencial de la educación bilingüe. Según reza la sabiduría
convencional, “es beneficioso conocer idiomas extranjeros, pero en
el caso de los inmigrantes, el inglés debe ser lo primero.”
Por tanto, English Plus ha demostrado ser
un planteamiento ineficaz en cuanto a conseguir apoyos para la educación
bilingüe (Combs, 1992). Como estrategia política, ha
sido diseñado para satisfacer los propios intereses del grupo
dominante. En la práctica, sin embargo, parece atraer más
a aquéllos que no necesitan ser convencidos de brindar su
apoyo a una política de un solo idioma como recurso: educadores
lingüísticos, defensores étnicos y personas que
ya son bilingües.
El problema más importante asociado
al argumento English Plus es que, digan lo que digan los americanos
en abstracto, muy pocos consideran que el bilingüismo sea importante.
A pesar de la creciente popularidad de la inmersión doble
– una forma muy efectiva de enseñar un segundo idioma – los
padres angloparlantes han colocado, como mucho, a un total de 20.000
niños en tales programas.[13]
A modo de comparación, hay unos 300.000 alumnos anglófonos
matriculados en escuelas de inmersión en francés en
Canadá, un país que tiene la décima parte de habitantes
que Estados Unidos (Cummins, 1996). Evidentemente, la política
canadiense de bilingüismo oficial significa que el dominio del
francés es una destreza laboral muy importante, por lo menos
en lo que al funcionariado se refiere. A nivel individual, a los americanos
monolingües se les incentiva menos para que adquieran otro idioma,
especialmente en vista de la difusión mundial del inglés.
A muchas personas el crecimiento de la diversidad lingüística
les produce temor o malestar, una reacción poco habitual en
casi todo el país con anterioridad a los años ochenta. En un
estudio llevado a cabo sobre actitudes suburbanitas, Wolfe (1998)
comprobó que el bilingüismo (junto con la homosexualidad)
se situaba entre los fenómenos sociales menos tolerados. Así
pues, anunciar la educación bilingüe principalmente como
el medio necesario para conseguir el bilingüismo realmente sería
difícil de vender.
Un razonamiento más prometedor recalcaría
valores ampliamente compartidos, tales como la igualdad social,
el juego limpio y la libre elección. Muchos americanos pueden
comprender las dificultades que experimenta un niño que no
habla inglés y entender que es necesario contar con medidas
especiales. Esto fue lo que sirvió para que una mayoría
diera su apoyo a la idea de la educación bilingüe de transición,
aunque relativamente pocos se han posicionado a favor del mantenimiento
de los idiomas étnicos (Huddy y Sears, 1990). Lo que genera
la polémica no es el objetivo de la igualdad de oportunidades,
sino el medio empleado para conseguirlo.
Si algún día se ha de tomar
una decisión sobre la política de educación
lingüística en Estados Unidos en base a una investigación
sólida, primero habrá que desactivar la política explosiva
asociada al tema. A continuación se plantean tres recomendaciones
para hacerlo así.
En primer lugar, la investigación
debe ocupar un lugar relevante. Habría que dar prioridad
absoluta a preguntas, tanto teóricas como prácticas,
relacionadas con la interacción existente entre la adquisición
de un segundo idioma y el desarrollo cognitivo/académico.
Aunque los estudios deberían abarcar un espectro amplio – y no
limitarse a comparar la efectividad de pedagogías bilingües
y no-bilingües – deben seguir abordando las preocupaciones
más graves de los padres, educadores y legisladores. Entre
los primeros elementos de la lista se encuentra la necesidad de elegir
entre diferentes alternativas de un programa para alumnos, aunque
siempre contando con suficiente información para ello.
En segundo lugar, hay que educar al público.
Los líderes políticos siempre darán un apoyo
titubeante hasta que se entienda bien el papel de la educación
bilingüe en la enseñanza del inglés. Los americanos
necesitan saber que, para muchos alumnos, este programa es el que
más esperanzas les ofrece en cuanto a reducir los efectos académicos
generados por la pobreza y el hecho de pertenecer a una minoría.
Por otro lado, y siempre que la función primaria de la educación
bilingüe consista en perpetuar otros idiomas y culturas, se
caricaturizará como una concesión a favor de los que
defienden lo étnico; como una pedagogía que promueve
la “diferencia” frente a lo común; y un obstáculo,
no un camino, hacia la igualdad de oportunidades.
En tercer lugar, sustituirá mandatos
por alternativas. No debería existir un solo programa para
todos los alumnos LEP, cuyos antecedentes académicos y necesidades
son totalmente diferentes. Ni los centros ni los padres aceptarán
pedagogías por vía de la imposición. Sin embargo,
la disponibilidad de distintas opciones, – incluidos modelos de
mantenimiento tales como enseñanza en el idioma patrimonial
– promoverá la experimentación y fomentará una mayor
aceptación del público.
Son sugerencias a largo plazo. Posiblemente
ninguna estrategia será capaz de evitar más restricciones
sobre la educación bilingüe en un futuro cercano, especialmente
en aquellos estados donde se pueden confeccionar leyes por iniciativa
popular. Tarde o temprano, el fervor popular seguirá su curso.
Pero si no se hace nada al respecto, las actitudes que lo han provocado
quedarán intactas. Tanto los investigadores como los profesionales
deben asumir un nuevo papel para que pueda sobrevivir la educación
bilingüe y los niños que más la necesitan puedan
beneficiarse de ella. Ya no basta con la dedicación profesional
en este campo, será necesario contar también con un
compromiso político.
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[1] La oposición de Colorado se benefició
de una contribución de 3 millones de dólares hecha
por una heredera cuyo hijo estaba aprendiendo español en un
programa educacional bilingüe “bidireccional”. No es muy probable
que esto se repita en ningún otro lugar.
[2] Kloss (1998) dice que 1 millón, o un
7%, sería una estimación más precisa. No hay
cifras disponibles sobre otros grupos lingüísticos que
no sean alemanes. En la actualidad no se supera el 2,5% de alumnos
de educación elemental y secundaria matriculados en programas
de educación bilingüe en Estados Unidos (Crawford, 2000).
[3] Se desestimó el caso ya que la ley había
sido revocada el año anterior, extremo que desconocía
el Fiscal del Distrito de Crystal City, Texas.
[4] El Congreso reafirmó la sentencia de
Lau v. Nichols al codificar sus principios básicos en la Ley
de Igualdad de Oportunidades Educativas de 1974 (20 U.S.C. §1703[f]).
[5] La inmersión en el francés es
un modelo bilingüe diseñado para producir el bilingüismo;
la inmersión estructurada en inglés es un modelo diseñado
para producir monolingüismo (véase Krashen, 1996; Cummins,
2000).
[6] En la ciudad de Nueva York, el 65% de los alumnos
LEP estuvieron durante tres años o menos en programas bilingües
o ESL; un 26% estuvo entre cuatro y seis años; y 11% estuvieron
siete o más años. Los alumnos que salieron de estos
programas en un plazo máximo de tres años obtuvieron
una puntuación superior a la media en los exámenes de lectura
de la ciudad; aquellos que salieron antes de cuatro años obtuvieron
una puntuación superior a la media en el examen de matemáticas
(New York City Board of Education, 2000)
[7] Para finales de 2000, 23 estados habían
implantado estas leyes del “inglés oficial”; para más
detalles véase http://www.languagepolicy.net/archives/langleg.htm.
[8] La Ley, H.R. 123, hubiera declarado el inglés
como idioma oficial de la nación y hubiera exigido a las
agencias federales y funcionarios que emitiesen la mayoría
de sus comunicaciones escritas sólo en inglés. Las
restricciones se hubieran aplicado principalmente a información
de la seguridad social, impresos de hacienda, material para votaciones
en unas pocas jurisdicciones y a panfletos de información
turística en parques nacionales. No se hubiera visto afectado el
apoyo federal para la educación bilingüe. En cualquier
caso, la medida no fue aprobada en el Senado y desapareció
en el 104 Congreso. Para obtener más detalles, véase
Crawford (2000).
[9] Hay 24 en los que está autorizada está
forma de “democracia directa” (Broder, 2000).
[10] En la encuesta de opinión inicial de
Los Angeles Times (1997) se indicaba que el 80% de los votantes
censados, incluidos un 84% de latinos, tenían previsto votar
a favor de la iniciativa.
[11] A modo de ejemplo, fue a mediados de los 80
cuando la organización English First puso en circulación
una petición para recaudar fondos que decía, en parte,
lo siguiente: “¡Desgraciadamente, en la actualidad hay muchos
inmigrantes que se niegan a aprender inglés! Nunca llegan
a convertirse en miembros productivos de la sociedad. Quedan atrapados
en un ghetto lingüístico y económico; muchos de ellos
viven de las prestaciones sociales y les cuestan a los contribuyentes
americanos millones de dólares cada año.”
[12] Los servicios de inteligencia norteamericanos
habían padecido una crisis lingüística incluso
antes de perpetrarse los ataques terroristas contra Nueva York y
Washington el 11 de septiembre, 2001. Durante la Guerra del Golfo
Pérsico, del total de 500.000 militares americanos destacados
en la región, solamente 45 de ellos poseían destrezas
en los idiomas hablados en Iraq; únicamente 5 de estas personas
habían recibido formación en el campo de los servicios
de inteligencia (hallazgos de H.R. 5442, y propuesta del “Foreign
Language Economic Enhancement Act,” 102 Congreso). Tras el ataque
perpetrado contra el World Trade Center en 1993, las autoridades
norteamericanas descubrieron que poseían instrucciones por
escrito sobre el ataque, pero carecían de personal suficiente
para traducir la documentación del árabe (Warrick et
al., 2001). La falta de destrezas prácticamente afecta a todos
los idiomas, incluido el español. En los años ochenta,
y cuando la CIA promovió una revuelta para derrocar al gobierno
sandinista de Nicaragua, tuvo que recuperar a sus funcionarios jubilados
especializados en el idioma español para alcanzar sus objetivos
(Congressional Quarterly, 1992).
[13] Esta estimación se basa en un directorio
de programas de “inmersión de dos vías” confeccionado
en septiembre de 2001 por el Centro de Lingüística Aplicada
(http://www.cal.org/twi/directory/).
Aunque fueron identificados 260 programas en 23 estados, muchos
solamente incluyen unas pocas aulas o algunos cursos de un centro.
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